Hace tiempo vengo tratando de fechar mi hipocondría. O mejor, mis temores, demonios, puntos de fuga, para dar poesía al asunto. O pánico, trastorno de ansiedad, por usar palabras de época. Pero hipocondría es el término que mejor rotula las preocupaciones excesivas sobre mi estado de salud. Si de hallar orígenes se trata, busco su etimología. La palabra nos llega del latín, que, en rigor, es préstamo del griego, y está formada por “hipo” (debajo) y “condrión” (cartílago). Según los griegos, los hipocondríacos eran quienes tenían humores y vapores descontrolados que se condensaban en el hipocondrio y constituían la base de dolencias imaginarias. Me encanta ir a la fuente, estudié Letras.
Después de mi adolescencia pasé por varias terapias: yo era hipocondríaca. De chica sacaba de quicio a mis seres queridos, haciendo que controlaran el tamaño de mis manchas con regla, midieran el diámetro de mis brazos para constatar mi sospecha de que el izquierdo estaba más grueso, palparan esa parte que yo sentía extraña para ver si era hueso, ganglio inflamado o una dureza, contaran mis palpitaciones en mi cuello con cualquier dedo menos el pulgar, que tiene pulso propio.
Lucia De Leone, beba, con su mamá que murió de cáncer muy joven.Ya de grande, llegué a hacer partícipes de este show a desconocidos. Mi hermana me recordó el cuento del pastorcito y el lobo, cuando tuviera algo serio nadie me creería. Mis hermanos, cada vez que me recomendaban para que preparara alumnos, les advertían (el tono era de súplica): “no le hablen de enfermedades”. Un tío solía calmarme con la frase hay que ocuparse y no preocuparse: la salud nunca es total.
Mis amigas íntimas, muchas médicas, describen casos terribles con humor cuando me acecha el desvelo. Una dice: “Al menos podés comer y tragar (si le muestro un afta), hoy atendí a un tipo sin lengua ni paladar”. Otra explica que si la lesión de la oreja fuera un tumor me hubiera atravesado la nuca. Otra más: “Hace años que hablás de tus moretones. Si fuera leucemia, estarías bajo tierra”. Yo afirmo que mi actual terapeuta, a quien creo una santa, se convirtió conmigo en una artista de la síntesis: “estás sana por más que te duela”.
En lugar de trazar una genealogía de este mal, podría erradicarlo, de ser posible, o a suavizarlo al menos, pero no, salvo en ocasiones en que habré estado distraída o mal de amores, me concentro en hallar el momento justo en que empezó a irradiarse esa invasión de signos sobre cuerpo y mente. Pretendo dar con la punta de lanza y me la clavo otra vez.
En l adolescencia, Lucía De Leone ya mostraba claros signos de preocupación excesiva por las enfermedades.El 9 de febrero de 1983 murió mi madre. Yo iba a cumplir 7 años. Con mis hermanos pasábamos las vacaciones en una quinta que mi padre había alquilado en las afueras de Buenos Aires para que sus hijos cambiaran el paisaje de la internación y un cuerpo deteriorado por el de una vegetación frondosa, aire libre, pileta y fantasías de diversión. Todo eso bajo la vigilancia de abuelas y tías, en compañía de primos, al cuidado de chicas apenas más grandes que nosotros. La enfermedad que parecía controlada en el diagnóstico y que ella se descubrió en un autoexamen mamario, a los pocos años le jugó una mala pasada. No llegó a soplar las cuarenta velitas. Mi padre era médico, de los mejores de su generación, y esto facilitó en términos prácticos los cuidados a su esposa, mi madre. Por ese velo de protección sobre las infancias, en mi familia no se decían tanto las cosas por su nombre y cuando me preguntaron de qué había muerto, yo dije “carne”. ¿Pero cómo? Si yo vi su teta operada, la acompañé a lo que ni sabía era un tratamiento de rayos, fui testigo de las quimioterapias que le administraban en casa, y no asistí al entierro en el que, dicen, había un sol tremendo. Nos dieron a elegir y con mis hermanos optamos por quedarnos donde estábamos. Por entonces comencé a verme afectada por el miedo a morirme, a enfermar de manera terminal, a contraer parásitos asesinos, a contagiarme HIV hasta del aire.
No porque sí ese verano cuando caí a la pileta con las piernas abiertas y me golpeé con el trampolín estaba segura de que había perdido mi virginidad en ese roce. Qué injusto y qué fácil sería arrojarle este comienzo a mi madre, si ella ya había tenido que morir joven, dejando hijos chicos y con tantas ganas de hacer: ejercía su profesión, militaba y nos hacía militar en tiempos de dictadura, pero además mostraba contradicciones en nuestra crianza y era especialista en llevar la contra en reuniones.
Se suele marcar que la infancia es promesa de felicidades, yo no lo creo, pero no por lo que me tocó vivir. No soy rentista de esta tristeza, siempre invoco situaciones peores, entiendo que con afán consolatorio, aunque es más para no perder la perspectiva. Me veo, de golpe, parada en la puerta de la casa de una amiga. Me quedo con ella, tengo todavía siete años y estoy vestida de uniforme. Hace calor, es abril. Mediodía, en el momento de pausa en el colegio; aún queda la tarde (mi mamá que maldecía a los ingleses en Malvinas había insistido con la educación británica). No almuerzo y sigo con Camila. ¿Los niños también pueden tener cáncer? Para mí que no, ¿no? Ella dice que sí, todos podemos. Sobre la avenida pasan autos, o son sirenas de ambulancia, y tapan los finales de la charla.
Estoy poseída, con excusas compensatorias que alterno con una risa nerviosa con la que minimizo los casos o los sitúo como excepciones. ¿No viste nenes pelados? Esos tienen cáncer. Abruptas son las palabras de mi compañera, pero me resisto e invento historias increíbles en las que no es tan así eso que afirma con impunidad. Me doy cuenta de que ese momento podría ser núcleo primigenio de mi hipocondría. La operación que realizo es librar a los niños de contraer lo innombrable (todavía niña, ingreso en ese colectivo) y pongo a funcionar la imaginación. En mi afán por fabricar relatos es donde quiero emplazar ahora el encuentro con mi hipocondría. Una novela familiar. Ahí hay una pista sobre mi voluntad de inventar historias. La literatura, que ha creado grandes enfermos imaginarios, también es responsable.
Fueron muchos años en que creí que moriría pronto. Que todos sabían y por eso me miraban raro. Recibir un regalo era señal de que estaba en mis últimos días. La complicidad era absoluta: el portero, el kiosquero, la maestra y hasta los gatos que me tomaban de humana preferida.
Mi tía era secretaria de un cirujano plástico de excelencia. Desde que mi mamá murió y hasta que mi papá se volvió a casar con casimadre, como la llamo con total agradecimiento, mi tía nos cuidó. La visitaba en su trabajo, jugaba con instrumental médico que esterilizaban en la cocina y me avergonzaba frente al Doctor. Un hombre buen mozo, cariñoso y distante a la vez, que decía “qué lindo, hoy nos visita Lulú”, y mis mejillas eran fuego. Un día de calor que yo usaba una torerita, el doctor le dijo a mi tía: “tiene muchos lunares, hay que hacerlos ver”.
Mi padre, que era terapista y convivía con la muerte, no les daba relevancia, porque sin antecedentes de melanoma y bajo supervisión pediátrica no encontraba alertas. Empecé a contarme los lunares, imposible controlar la plaga. Organicé un sistema por formas, colores, ubicación, bordes, relieve; menuda tarea. Dibujaba mi cuerpo y los localizaba para chequear en la próxima revisión -en 10 minutos- si habían crecido en número o tamaño. Por vigilar los de la espalda terminé en la guardia con desgarro muscular. De contorsionista a enamorada y esos besos del sol (como leí en un poema) fueron blanco de admiración: te adornan, forman constelación, están las tres Marías, arman caminitos. Ni caso para mí que padezco cada inspección bajo el dermatoscopio, en la camilla o esperando el análisis histopatológico. Me hicieron extraer 15 nevus y los resultados fueron benignos, aunque “había que sacarlos sí o sí”. Una versión del tremendismo con toques de poesía erótica. Un amigo, el escritor Wachi Molina, me regaló una oda a mis lunares. La lucha es diaria, bañada en pantalla solar y con déficit de vitamina D por la falta de sol. Si veo por la calle gente con lunares, les saco tema de conversación y después les digo, “ay cuántos lunares, como yo”. Confieso que, caminando, he tomado fotos de espaldas pigmentadas. Una instantánea de la calle.
Como mi madre había muerto antes de los 40 y ese dato es fundamental para abordar el diagnóstico precoz en las mujeres enlazadas genéticamente, inicié controles a los 25 años (diez años antes de que enfermara mi madre). Mamografía, ecografía, anuales, y palpación de la mastóloga. Las semanas previas al turno de los estudios son un calvario y se potencia el significado de las sensaciones corporales. Me lastimo las mamas de tanto revisarlas, pruebo posiciones, las miro en el espejo hasta que se me hace tan insoportable que prefiero taparlas. Qué no existan. Me he llegado a bañar con corpiño. Las odio, son mis enemigas, no quiero que me las toquen. El momento fatal es cuando después de la mamografía me llama la ecografista y mira las placas: se queda un rato como adorándolas (yo, expectante, en la camilla, desnuda de la cintura para arriba), usa lupa, hace preguntas sobre mi pasado (la detesto) y empieza con el segundo estudio. Hace gestos, pasa y pasa el transductor, ni el frío del gel siento. Soy una semióloga. Ahora viene, ahora me lo dice. Invoco dioses, cruzo dedos, miro el techo. Por fin termina, y salvo una vez en que halló una anomalía que no fue grave, me dice: “¡Qué caras, Lucía, no es tan fácil morirse, pichona. Todo bien. BIRADS II”. Me voy trotando, soy una yegua en el campo, resucito hasta el próximo control.
Los meses de embarazo fueron un bálsamo. Nada podía pasarme ni a mí ni al bebé, y eso que tuve algunos sustos y la pasé pésimo vomitando o con reposo de costado. Fue un período protegido por la panza, la redondez de la cara, las caderas ensanchadas, los cuidados de quienes me aman y luego la lactancia.
Las ubicaciones de estos pesares en terapia y las formas que allí voy encontrando para transitar los momentos de desesperación me brindan herramientas clave para no quedar literalmente suspendida. Ya no existe la opción de posponer el turno indefinidamente o no ir. Uno de los aprendizajes obtenidos fue entender que hacerme los estudios era una chance vivificadora, una oportunidad de saber a tiempo y salvarme. De este modo intento no experimentar cada posta, ese recorrido que va de aparato en aparato en el centro de diagnóstico por imágenes, como un via crucis. Otro entrenamiento que fui adquiriendo es armar escenas compensatorias para el día que toca el análisis: vestirme siempre con el mismo pantalón, como cábala, maquillarme y peinarme, como pantalla tamiz e ir siempre acompañada A lo que sumo la práctica de yoga, que me permite aprender de mi cuerpo, escucharlo en su intimidad, reconocerlo en sus límites y entenderlo mucho mejor.
De un tiempo a esta parte la hipocondría, que me llevó a estudiar patologías, me disfrazó de falsa galena. No tendré título ni residencia pero vengo invicta en diagnósticos y tratamientos. Todo esto es una broma entre gente querida, aunque yo me lo tomo muy en serio. Ahora, mientras escribo sobre este tema, las teclas aceleradas aplacan los latidos del corazón, No tendré cura pero tengo escritura. Así, con rima consonante.
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Lucía De Leone estudió Letras y se doctoró en la UBA con una tesis sobre Sara Gallardo. Profesora universitaria e investigadora del CONICET, editó y prologó los textos periodísticos de Gallardo: ”Macaneos”, “Los oficios” y “Vivir de viaje”. Publicó “Mujeres Faro” (El Ateneo, 2021) y codirigió el tomo del siglo XXI de la Historia feminista de la literatura argentina (EDUVIM, 2020). Escribe poesía. Publicó “Vayamos a conocer la nieve” (Caleta Olivia, 2024), “Donde los pájaros derriban ventanas” (Ineditados, 2023) y “Esquina Peña” (Ediciones Arroyo, 2020). Practica yoga. Es la mamá de Martín.