Las estadísticas sobre los niños que nacen en contexto de pobreza y logran desarrollar el hábito lector son desesperanzadoras: las familias pobres no cuentan con libros al alcance de las infancias, además, en muchos de los casos, los padres son analfabetos y no pueden inculcar un hábito que no poseen. Sin embargo, hay algo que las encuestas ignoran sobre los niños pobres y es que a veces los padres inspiran el amor por las historias incluso sin saber leer. ¿Es esto posible?
Nací en una familia humilde, en el interior de la provincia de Misiones, éramos siete hermanos. Mis padres vivieron en zona rural durante toda su vida, mamá pudo hacer hasta tercer grado de primaria, papá, huérfano de padre y a cargo de su padrastro, guardaba el recuerdo del único día que fue a la escuela: la noche anterior había caído helada y lo mandaron descalzo, así asociaba el estudio con el dolor de los pies congelados.
Por muchos años me pregunté de dónde había sacado yo las ganas de leer. ¿De dónde los deseos de estudiar? ¿De dónde el gusto por contar historias? No lo sabía. Además, la escuela, para mí, era el mejor lugar del mundo. Por eso ni los días congelados, ni las tormentas atroces, ni los veranos calcinantes, me impedían concurrir. Mi mamá me enseñó a leer a temprana edad y desde ahí frecuentaba la biblioteca escolar, pronto empecé a escribir historias que leía a mis hermanos y ellos me decían: ¿de dónde sacás todas esas ideas? En esa época no teníamos TV, así que armábamos películas en nuestra imaginación.
Gladys Horodeski, con sus padres en Misiones.Mi mamá me advertía, desde que estaba en la primaria, que no iba a poder ir a la secundaria. Cuando cursaba séptimo grado, se creó la EGB 3 rural, y pude hacer octavo y noveno, mi mamá me explicó que hasta ahí iba a llegar mi formación. Entonces, como si mi deseo de estudiar fuera tan fuerte que moviera las fuerzas del universo en mi favor, vino a mi escuela el director del Bach. N° 39 de Fracrán, a promocionar el colegio. Entonces le pregunté ¿cuánto tengo que pagar para ir? Me miró con una sonrisa llena de ternura, supongo que mi ignorancia lo conmovió, me dijo: “No hay que pagar nada, es público, es gratuito”.
Ese día volví a mi casa, que quedaba a tres km de la escuela, corriendo, casi sin aliento, emocionada y a los gritos les dije a mis papás que había encontrado un colegio ¡gratis! Mis papás tampoco podían creerlo. Papá me anotó en ese colegio, que quedaba como a 25 km de mi casa, también en zona rural. Corría la crisis del 2001, papá contaba las moneditas para mi pasaje, nunca voy a olvidar su expresión al hacer cuentas que no cerraban, al final me decía: “creo que este mes no va a alcanzar para tu pasaje” y yo: “no te preocupes, papá, voy a dedo”.
Sonriente, Gladys Horodeski con su diploma universitarioPapá protestaba: “Dios le da pan al que no tiene dientes”, y agregaba: “Muchos padres mandan a estudiar a los hijos, y la gurisada no estudia, no quiere saber nada, y vos que tanto querés no vas a poder porque nosotros no tenemos cómo”. A lo que mi mamá siempre respondía “Tenga fe, tenga fe”. Al rato, como en respuesta a las oraciones de mi mamá, papá me traía las monedas para el pasaje. Nunca sabré qué cosas dejaron de comprar para que yo pudiera ir en colectivo al colegio.
Siguiendo el consejo de mi mamá yo tenía fe, porque les decía a todos que iba a ir a la universidad, algunos compañeros me decían “sácate los pajaritos de la cabeza”, “Para estudiar hay que ir a Posadas ¿cómo vas a hacer?” Yo no sabía cómo pero otra vez invocaba a las fuerzas del universo en mi favor. Era mi último año de secundaria, en mi casa no teníamos más que mandioca y poroto para comer, papá se había quedado sin trabajo y hacía changas para mi pasaje ¡Dios mío! ¡cuánto le debo a ese hombre! Y a mi mamá que se quedaba un rato mirando triste la olla vacía, y de pronto inventaba un almuerzo con polenta y poroto revueltos, con mandioca y huevo o con maíz y leche. Y mientras yo soñaba con el sabor del pan y la carne, también soñaba con salir de la chacra, con estudiar lo que amaba y ser profesora, pero más aún ser escritora, escribir libros de verdad como los que yo leía, historias capaces de hacer que otras personas, como yo, sueñen.
¿De dónde salía ese deseo? Una de mis amigas, con la mejor intención, me advertía: “Esos libros te hacen mal, te hacen creer cosas que no son, te hacen pensar que vos podés ser como esas personas”. Y sí, yo creía que así como en las historias los personajes soñaban con lograr algo y un día la oportunidad llegaba, así me iba a pasar a mí y el día menos esperado las cosas se iban a dar.
Al final, terminé la secundaria, y resultaron ciertos los comentarios ¡tenía la cabeza llena de pajaritos que se fueron volando cuando me di contra la realidad! Trabajaba en tres casas como empleada doméstica, intentando juntar dinero para ir a Posadas a estudiar, pero lo que me pagaban no cubría gastos mínimos de alquiler y comida, tres años trabajé así. Cada uno de esos años fui a Posadas, me inscribí en la universidad, traje los cuadernillos de ingreso, los completé pensando ¡este año sí, este año va a ocurrir el milagro!, tres años de pasar frente al cartel de la Facultad que rezaba “Bienvenidos ingresantes” y saber que otra vez no era bienvenida.
Hasta que el cuarto año sucedió, me hablaron de un trabajo que era para los chicos que, como yo, no podían pagar los estudios, se llamaba “colportaje” y consistía en un programa de prevención de enfermedades que, en conjunto con la Asociación Casa Editora Sudamericana de la Iglesia Adventista, otorgaba becas, además de un porcentaje del 50% de las ventas de material, a estudiantes que promocionaran el estilo de vida saludable contenido en libros que promovían el bienestar físico, mental y espiritual. Yo era adventista en ese entonces (hace bastante que no voy a la iglesia pero me sigue gustando muchas prácticas adventistas).
Así fue como con más sueños que certezas me puse a trabajar de lunes a lunes, de 5 am a 22 pm hasta juntar la plata del pasaje para irme al sur con un grupo de estudiantes. Trabajé un año y medio en el sur, junté el dinero necesario y me anoté, una vez más, en la UNaM, este año sí pude hacer el cursillo de ingreso y empezar la carrera de mis sueños: Profesorado en Letras. Todos los recesos de verano e invierno, en lugar de descansar o preparar finales, viajaba a trabajar, así juntaba el dinero para seguir pagando el alquiler y todo lo que implicaba vivir en Posadas.
En cuanto a mis hermanos, los mayores no pudieron hacer la secundaria, algunos ni siquiera terminaron la primaria, porque la condición económica los había impulsado a trabajar para contribuir con la economía del hogar. Yo quería que mis hermanos menores: Darío y Patricia, pudieran estudiar. Patricia logró terminar la secundaria en el mismo colegio que yo y Darío dejó la primaria a mitad, así que los traje a vivir conmigo a Posadas, los inserté en el colportaje para que pudieran seguir estudiando.
Así, Darío volvió a la escuela y estaba terminando la secundaria cuando se enfermó y tuvo que regresar a San Vicente, Patricia empezó Psicología, la carrera de sus sueños, pero la vida no nos ponía las cosas fáciles, al final tuvo que dejar, aunque consiguió un buen trabajo y sigue yendo a la escuela pero esta vez como espectadora orgullosa del proceso de su hija, Emi. Mi sobrina dice que va a ser maestra, peluquera, doctora y veterinaria, como si quisiera estudiar por todas las generaciones que no lo pudieron hacer antes que ella. Y mi hermana sigue leyendo todo lo que escribo con el mismo asombro de cuando era chiquita.
Yo me recibí, en el 2015 de profesora y en el 2016 de licenciada en Letras, mi papá orgulloso les contaba a todos: “mi hija es profesora y licenciada”. Él no entendía mucho qué implicaba ser licenciada pero me dijo que en las películas siempre que aparecía alguien importante decían “ahí viene el licenciado”, entonces mi papá me veía y me trataba como alguien importante.
En el 2021, a papá le descubrieron cáncer de pulmón, ya había hecho metástasis, se fue una tarde mientras yo, recostada sobre su pecho, escuchaba con él canciones de Antonio Aguilar, su cantautor favorito, y recordaba las navidades en las que él se reía cortando el asado a la luz del petromas escuchando a Aguilar de fondo en la radio a pilas.
Después de que él falleció, me quedé ahí sin saber qué hacer con tantos recuerdos, y empecé a ordenar en “cajitas” dentro de mi mente, los momentos más lindos con él, los que no quería olvidar y fue ahí donde descubrí de dónde venía mi amor por leer historias y mi pasión por contarlas ¡Mi papá!, ¡siempre había sido él! Sin saber leer ni escribir, papá amaba las historias, me acordé de que desde que éramos muy chiquitos él nos sentaba en ronda y nos contaba de la vez que, por pisar el rastro del Pombero, se perdió en el monte, de cómo se encontró con el lobizón, de un amigo suyo que durmió en una casa embrujada y como no tuvo miedo encontró el oro que el dueño, ahora espectro, había enterrado debajo del piso, o de la vez que enfrentó con su machete a las poras…
Así crecí rodeada de historias y misterios ocurridos en la selva misionera. Me di cuenta de pronto que mi papá no solo me inculcó el hábito lector, porque gracias a esas historias yo, con hambre de saber más, fui descubriendo otras en los libros y creando nuevas en el papel, sino que también me transmitió el gusto por las historias de miedo. Así, mi mamá, con solo tercer grado de primaria me enseñó a leer, sin sospechar que me abría la ventana al mundo, y mi papá sin saber leer ni escribir, me enseñó a amar las historias, sin siquiera imaginar que me daba lo único que nunca le pueden quitar al pobre: la habilidad de soñar, de tejer historias, de crear mundos posibles en los que su condición económica no significa nada y en el que puede ser lo que deseé.
Ahora estoy terminando la maestría en Educación, y siento que lo hago tanto por mis deseos de seguir aprendiendo, como para que mi papá pueda decir orgulloso, allá donde está: “mi hija es magister”. Hoy sé que lo que soy se lo debo a una mamá que no se dio por vencida frente a la olla vacía y a un papá que se descalabraba la espalda carpiendo la tierra ajena, y contaba las moneditas para mi pasaje. No solo me dieron todo lo que tenían, sino aun lo que no habían tenido nunca en su infancia: navidades cargadas de risas, sonrisas orgullosas en cada acto escolar, zapatillas para que mis pies no toquen la helada en invierno.
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Gladys Noemí Horodeski es profesora y licenciada en Letras, Especialista en Semiótica de la Lengua y la Literatura (UNaM); actualmente se encuentra cursando la Maestría en Educación (UNQ). Trabaja impartiendo clases en el nivel medio y superior en Posadas, Misiones. Su cuento “Gol de Juan”, resultó ganador del tercer premio en el IV Concurso de Microrrelatos “No abras esa puerta”, de la Biblioteca Pública de las Misiones. También resultó ganadora del V concurso No Para-Normales de la editorial Palabra Herida, de Colombia con el cuento “Cara marcada”. Sus textos han sido seleccionados para participar de varias antologías y han sido publicados en libros y revistas. Conjuga así sus tres pasiones: la escritura, la lectura y la enseñanza.