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Resistencia
19 noviembre, 2024

Mundos íntimos. Por un descuido me quebré el pie y estuve un año sin caminar: supe que hacer todo rápido a veces es un error.

El 2013 fue un año de mucha tirantez. Recuerdo el malestar por algunas situaciones (que luego de mi accidente, quedaron completamente de lado) y que perseguía algunos cambios.

Había renunciado a un trabajo en una institución y buscaba una nueva posibilidad que, al parecer, era viable, pero necesitaba de mis títulos y certificaciones que estaban en un estante bien a lo alto en una baulera de mi casa. Recuerdo sentirme tironeada (no qué era lo que generaba esa sensación, sí la sensación misma).

Activa. Incluso con silla de ruedas, Mariela Jacubowicz la autora siguió en movimiento dentro de lo posible.Activa. Incluso con silla de ruedas, Mariela Jacubowicz la autora siguió en movimiento dentro de lo posible.Necesitaba subirme para buscar mis papeles. Unos días antes me había comprado un par de sandalias que estrené y llegué a usar una sola vez el día anterior en el cumpleaños de una amiga. Recuerdo haber mirado mucho ese día mis pies, tal vez mi intuición me llevó a atesorar esa imagen que cambiaría en breve en un salto (más bien, en una caída).

Ese sábado 14 de diciembre, mi esposo que había salido, dejó la escalera plegable a mano para que pudiera subirme a buscar lo que necesitaba. Caía la tarde y quise ganar tiempo, no estaba dispuesta a sacar unas cuantas cosas de la baulera que tiene una especie de escalón para abrir y ubicar la escalera. Decidí, entonces, poner sobre una caja de herramientas que hacía de banqueta, un banco de lata que calzaba apenas en sus bordes y me subí. En ese breve instante de tiempo que duré subida, no pude resistir el impulso de mirar desde arriba tal vez triunfante, sin percatarme de que apenas unos segundos después, iba a volar hacia atrás por el aire y terminar magullada en el piso.

Dibujo. El hijo menor de Mariela Jacubowicz ilustró cómo sentía que estaba la pierna de su madre con los clavos.Dibujo. El hijo menor de Mariela Jacubowicz ilustró cómo sentía que estaba la pierna de su madre con los clavos.Enseguida supe que algo no estaba bien por cómo se veía mi tobillo izquierdo. Tratando de mantener la calma, me fui desplazando con la cola hacia una pared buscando un apoyo mientras llamé a mi hijo mayor para que contactara a mi esposo y llamara a la emergencia médica. Estábamos muy asustados; pese a todo me esforcé por mantener la calma.

Me fracturé todo el tobillo: pilón tibial, tibia y peroné. Esa noche terminé internada sin saber que allí quedaría varios días, hasta atravesar una cirugía inminente y fuera de todo plan de fin de año.

Esa fractura fue, literal y metafóricamente, un gran “punto de quiebre” en mi vida y la de mi familia. Significó un largo compás de espera que duró prácticamente un año. También una oportunidad para aprendizajes y descubrimientos muy significativos.

Vivi(mos) un año fractura(dos) El fin del 2013 y casi todo el 2014 estuvieron signados por esta fractura.

Pasé la primera cirugía sabiendo que por tres meses no iba a poder apoyar la pierna izquierda. Ese verano gris, mi casa se pobló de objetos y olores que demarcaron un nuevo escenario: silla de ruedas, muletas, yeso, bota ortopédica, sillón prestado para reposar, silla para la bañera, chata, gasas, desinfectantes, cremas, analgésicos, inyecciones. En ese tiempo ingresamos todos a una nueva rutina. Necesité tanto del apoyo físico para cada desplazamiento, como emocional para las diferentes emociones que fui transitando.

Estuve mucho tiempo enojada conmigo, sintiendo impotencia, bronca, dolor y una profunda tristeza a la que con el tiempo aprendí a hacerle lugar y, de a poco, a aceptar.

Comencé al tiempo mi rehabilitación de kinesiología sabiendo, aunque no quería ni pensarlo, que en pocos meses vendría una nueva cirugía.

En ese tiempo, mi hija de casi catorce años que ya se manejaba con cierta autonomía en la calle, empezaba a viajar sola, necesitaba hacerlo y yo no podía acompañarla. Entonces le dibujaba planitos y la monitoreaba a distancia para que pudiera moverse . Ella me retribuía con creces, animándose con igual soltura que valentía, a pasarme crema en las recientes costuras de la pierna operada.

Mi hijo menor, en ese tiempo con ocho años, jugaba en la computadora a un juego muy particular. El de Isaac, un niño abrumado y perseguido por su siniestra madre, de la que intentaba escapar. De entre todos sus dibujos en particular dibujaba a este juego y ahí aparecía el supuesto Isaac aterrado intentando escapar bajo la espeluznante y gigantesca pierna de su madre… (se lo recordé en estos días, se emocionó y encontró uno de esos dibujos). Es probable que intentara recrear sus propios miedos en ese y tantos otros ante esta situación particular. Mi pierna operada ocupaba un gran lugar en su vida y en la nuestra.

Mi hijo mayor, en ese momento con dieciocho años, mantenía (aunque algo más atenuada) su posición de adolescente confrontativo y enojado. Sin embargo, cada vez que salía a pasear, se acercaba perfumado a darme un beso, en un gesto de ternura inesperado al principio, que pasó a ser una costumbre después.

Mi esposo se convirtió en malabarista. Se ocupaba de su trabajo, de gran parte de las tareas de la casa, me llevaba y traía a las miles de consultas cargando silla de ruedas, muletas y cuanta cosa fuera necesaria, me preparaba el desayuno, se ocupaba de mis remedios, de que comiera lo más rico posible mientras él estaba en casa y de todo lo que podía abarcar que por momentos era interminable. En todo eso estaba, como me decía, su amor. También recibí ayuda de mis padres, en especial de mi mamá que fue una gran proveedora de comidas y una cocinera muy presente en mi casa.

Hacia mitad del año llegó la segunda e inevitable cirugía. La primera, según decía el doctor Gregorio Fiks (ese gran cirujano medio enojón al que con el tiempo le tomé cariño), había sido para arreglar lo roto y recomponer y la segunda para mejorar la movilidad del tobillo y del pie que aún no estaban bien y que él chequeaba muy seguido, minuciosamente (spoiler alert: al final caminé perfectamente).

Esta vez llegué en mejores condiciones porque pude prepararme. Ahora ya sabíamos que la recuperación iba a ser más corta y que en sólo cuarenta y cinco días podría comenzar a apoyar el pie. También, que todo lo que avanzara iba a ser para acercarme cada vez más hacia la anhelada recta final de este largo proceso.

En ese interín también, comencé a trabajar en un nuevo proyecto en la institución de la que no había terminado de irme y a medida que, de a poco, pude comenzar a desplazarme, empecé a viajar en taxis para ir a trabajar y también a mi terapia.

Caminar fue EL desafío. Pararme, dar los primeros pasos primero con dos muletas, luego con una, luego con bastón y finalmente después de un largo tiempo, sin nada más que con mis propios pies.

Caminar. Caminar… Aprender y reaprender a caminar… Me soñaba caminando… Caminaba, caminaba y caminaba…

En este recorrido también tuve cerca a grandes amigas que me acompañaron. Me visitaban, mimaban, mensajeaban, traían libros, cosas ricas de comer y también una de ellas (que sabe quién es aunque no la nombre) me llevó a la calle del brazo a dar mis primeros nuevos pasos.

Finalmente, el 2014 fue llegando a diciembre y este ciclo comenzaba a cerrarse. Para ese entonces, después de una larga rehabilitación, ejercicios y esfuerzo, ya caminaba apoyada en un bastón. Así me sentía más segura y a la vez considerada por la gente, en especial en la calle.

El bastón fue mi apoyo durante un largo tiempo hasta que también pude dejarlo. A pesar de la gran mejoría, muchos de mis miedos seguían ahí. A golpearme, a caerme, al dolor.

Justamente, de la mano de mi médico clínico aprendí a dejar la medicación para ese dolor, de a poquito, gota a gota, hasta no tomar más.

Así descubrí que el dolor físico ocupa a veces más lugar en nuestra cabeza que en el resto del cuerpo. Tal es su presencia que así es temido. Sin embargo -esta vez para mí- la posibilidad de aceptarlo y saber que quizás podría aparecer estando advertida, fue de algún modo, liberadora.

En diciembre de ese año, viajamos con mi familia al exterior para un festejo familiar. Y en esa fiesta con zapatos bajitos y muchísimo cuidado pude bailar mis primeros nuevos pasos de esa etapa. Además, ese 31 de diciembre recibí al 2015 con mis doce clavos (que aún conservo en el tobillo izquierdo) bailando en un trencito en la casa de mi hermano mayor. ¡Contra todo pronóstico, no siempre un año que empieza mal termina igual!

Hace poco se cumplieron diez años de este accidente. En un año algo particular atravesado por cambios de ciclos, nuevos comienzos y algunos quiebres, sentí la necesidad de testimoniar ese tiempo que dejó sus marcas en toda la dimensión de la palabra.

Como psicopedagoga que soy, no puedo dejar de reflexionar sobre los aprendizajes que me dejó este accidente.

¿Accidente? Sin dudas. No advertí que podía caerme, claro está, sino, no me hubiera subido de ese modo… Sin embargo, no haber hecho las cosas de otra forma, me hizo ver que fui imprudente y de esa imprudencia algo aprendí. ¿Pude haberlo evitado? Tal vez, aunque no tuve intención en ese momento, de hacer las cosas de otro modo. Mi accionar también me llevó a pensar en esto: a veces simplemente no queremos, no estamos dispuestos a tomarnos “tiempo para” ….. (cada quien puede completar acá lo suyo)

¿Serán quizás esos “tiempos no otorgados” los que después hacen lo propio imponiéndosenos sin dejarnos opción?

¿Qué aprendí?

Que la vida a veces nos propone “espacios de tiempos” a los que, inevitablemente, hay que hacerles lugar.

Que hay momentos difíciles, de fractura, por nombrarlos de algún modo, que nos ponen a prueba y nos enfrentan con nuestra fragilidad más absoluta, aunque también, en esta vulnerabilidad podemos descubrir nuestras fortalezas que nos brindan la oportunidad de nuevos comienzos.

Aprendí que hay situaciones mínimas de un cotidiano diferente que, aunque parezcan duras y aún atravesadas por el dolor, merecen ser rescatadas porque son fuente de aprendizaje (por ejemplo: aplicarse a diario una inyección)

Aprendí nuevamente en ese momento y a partir de ahí, a caminar.

Caminar es para mí también ponerme en movimiento, es luego bailar, expandirme, ampliar horizontes, conocer, descubrir, encontrar y aprender con cada paso.

Una eterna caminante. Eso soy.

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Mariela Jacubowicz. Licenciada en Psicopedagogía. Se desempeñó en hospitales, programas de protección de derechos de infancia y adolescencia y educativos de inclusión escolar. Actualmente trabaja en equipos de orientación escolar y en consultorio. Le gusta escribir sobre educación y como medio de autoconocimiento, en especial por el simple gusto de escribir. Casada. Madre orgullosa de sus tres hijos (que, según dicen, comparten el amor de su madre con sus plantas). En su tiempo libre, ama caminar al aire libre, bailar, reunirse, “entretejer tramas” con amigas, leer, estudiar, ir al cine y obvio, cuidar sus plantas.

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