El sombrero no se le cayó en ningún momento; un prodigio del calce a pesar de los vaivenes de la lucha. Había sido sorprendido por el dueño de casa, Don Alberto, de 67 años, pero el intruso fue tan hábil que con un giro agarró al hombre pasándole el brazo alrededor del cuello y lo tiró hacia atrás. Las alfombras del piso se arrugaron a causa de la lucha y cualquiera podía trastabillar. Los pequeños sillones se corrían de aquí para allá por la fuerza de las embestidas y un par de sillas cayeron, aunque se mantuvo espléndidamente erguida una estaua de mármol de una mujer desnuda, arrodillada, colocada sobre un hermoso y alto pedestal negro.
El joven asaltante levantó su brazo derecho con el puño cerrado y lo descargó con toda su fuerza sobre el rostro de Don Alberto y el dueño de casa cayó. No se conformó con eso sino que lo levantó de las solapas del salto de cama para volver a pegarle. Era una constante repetición pues otra vez lo alzó de las solapas para pegarle. No había gritos pero sí ayes apagados, y gemidos. La cabeza de la víctima golpeó con fuerza en el piso aunque seguía consciente. Tenía el labio partido, cortes en un pómulo y una hematoma en el otro, por la nariz le salía tanta sangre que había enrojecido su bigote blanco. Quiso levantarse con lentitud pero su adversario se lo impidió. Se colocó a horcajadas sobre él para continuar golpeándolo ya sin que Don Alberto ofreciese resistencia alguna.
Cansado, el golpeador se detuvo. Se levantó. Vestía un sobretodo de seis botones, gris, cruzado, camisa blanca y una corbata con motivos negros y blancos, su sombrero, siempre calzado, de color negro, como sus pantalones, sin botamanga. Usaba guantes de cuero marrón que estaban manchados con la sangre de Don Alberto. Por razones obvias, su vestimenta estaba desarreglada, excepto su sombrero. Nunca fue una pelea lo que ocurrió en la casa de la calle Charcas 662 sino una acometida feroz que pronto alcanzaría el summun del desenfreno. El matón tomó de uno de los bolsillos de su saco un cuchillo. Se secó el sudor de la cara y con parsimonia le cortó el cuello a Don Alberto Alzaga. El asesino envolvió el cuerpo en una alfombra aunque dejó al descubierto el machacado rostro.
El infame se dedicó a desvalijar el lugar; en el dormitorio abrió cajones, revolvió todo al igual que en el ropero y se llevó algunas prendas pensando más que nada que con ellas podía deshacerse de las que tenía puestas -víctima y victimario eran más o menos de la misma talla- pues el sobretodo estaba ensangrentado y tenía salpicaduras en los pantalones. Sustrajo 2000 pesos; además, se apoderó de gemelos, cadenas y piezas de oro de Don Alberto. Ya tenía todo lo que quería, la muerte, la indumentaria, las joyas y el dinero. Fue hasta el baño, que estaba pegado al dormitorio, y se lavó las manos y la cara, luego se quitó el saco y los guantes, los colocó en la bañera y los quemó , aunque no lo logró del todo pues sólo tenía fósforos. ¿Y el sobretodo? Le dio apetito. Fue hasta la cocina, tomó un par de manzanas que se puso en los bolsillos, una banana, y otras frutas. Volvió al dormitorio. Vio al muerto. Acomodó un pequeño sillón, se sentó al lado Don Alberto y comió una manzana. Después la otra. Se guardó los cabos en el sobretodo. El postre fue una mandarina y luego una banana cuya cascara quedó tirada en el ascensor del edificio. Ya no quería estar en ese lugar.
Fue uno de los más famosos crímenes de la época, el de Don Alberto Ricardo de Álzaga Piñeyro, bisnieto del fundador de la dinastía Alzaga, Martín de Alzaga Olavarría, el héroe de las Invasiones Inglesas. Su bisnieto murió en su casa de la calle Charcas el 3 de agosto de 1933, durante un asalto. En el país no se hablaba de otra cosa. Quién se había atrevido con un hombre de rancia estirpe, un patricio argentino que a poco de los 70 años vivía soltero acompañado solamente por sus seis criados, ninguno de los cuales, la noche del crimen, escuchó nada.
Don Alberto Ricardo de Alzaga Piñeyro había nacido el 12 de noviembre de 1866. Era el noveno de 14 hermanos del matrimonio de Félix Gabino de Alzaga Perez y de Celina Piñeyro García. Su padre era un acaudalado estanciero de la provincia de Buenos Aires. El abuelo de Don Alberto fue el coronel Félix Felipe Alejandro José de Alzaga Carrera, también diplomático, que primero apoyó a Juan Manuel de Rosas y después se distanció del régimen, fue perseguido y sus bienes confiscados. El coronel era el hijo del fundador de la dinastía, el español Martín de Alzaga Olavarría y de la argentina María Magdalena Josefa Fita de la Carrera Indá.
Como Don Alberto era un hombre que tenía trato frecuente con su personal doméstico, se echò mano del viejo método, antes de levantar una sola huella o de tener un indicio, de sospechar de los sirvientes. La víctima no tenía enemigos, era una destacada personalidad que vivía con gran comodidad y apaciblemente. Era de esperar, de acuerdo con la mentalidad de los investigadores, que la tentación haya movido al peor de los delitos. Tantos años sirviendo a un hombre adinerado podía provocar, pensaban, que alguno decidiera cruzar la línea; cualquiera de ellos conocía cada rincón de la casa, los horarios de su patrón y los valores que guardaba. Empezaron, entonces, por los sirventes.
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El juez Artemio Moreno fue a revisar la casa. No era una circunstancia habitual que los jueces se movieran de sus despachos. La excepción se debía al apellido del muerto. Unas cincuenta personas lo esperaban afuera, incluidos reporteros gráficos. El juez, despavorido, entró como un rayo. En esa época los magistrados no estaban acostumbrados a semejante exposición pública.
El médico legista le informó que Don Alberto había muerto desangrado por un corte en la carótida y que antes había recibido una golpiza. Lo habían golpeado mucho. Moreno dispuso que todo el personal de la casa fuera identificado, reunido y llevado a la comisaría. Aún en la casa, habló con Santiago González, el secretario privado de Don Alberto y la persona que había descubierto el cuerpo.
González hizo una inesperada revelación: Alzaga tenía miedo de que lo mataran. “Dejándose dominar por esa inquietud -agregó González- se mostraba receloso de la comida que le servían e iba siempre armado, para estar prevenido ante cualquier emergencia o suceso imprevisto”. También le contó al juez que estaba pensando en hacerle modificaciones a su testamento.
Frente a este testimonio se imponía visitar a los Alzaga Piñeyro, pero a una familia de esa clase no se la molesta por más homicidio que haya en el medio, salvo que ellos tengan especial interés en hablar con el juez, que no era este el caso. Por ahora seguiría con los que estaban a diario en trato con el muerto. Habló con el ascensorista del edifico porque se habían encontrado cáscaras de fruta en el ascensor y nadie podía explicar su presencia allí.
Los empleados que fueron llevados a la comisaría eran Avelino Pontón, el portero; la mucama Graciela Fernández; el cocinero Francisco Fernández; el peón de cocina, Manuel González; y el chofer Alberto Pallarés. Quién peor les cayó a los policías fue sin embargo el sexto empleado, Alberto Nicolussi, que la Policía colocó primero en la fila de sospechosos. Era el valet de Don Alberto, es decir la persona que había vivía en la misma casa. ¿Cómo era posible que no hubiese escuchado nada?
Lo interrogaron con feroz violencia y lo acusaron de matar a su patrón. Nicolussi lloraba ante cada golpe que recibía menos cuando las siguientes trompadas aterrizaron en sus riñones. Le parecía que el dolor se propagaba por todo su cuerpo.
Torturaron a los seis empleados de Don Alberto porque no tenían otra pista y porque el propio juez estaba convencido que nadie asalta un lugar que no conoce sin tener información de los valores que allí había, y esa información la tenían los sirvientes.
Todos fueron liberados porque no había una sola prueba contra ninguno y los golpes y humillaciones para obtener confesiones esta vez no dieron resultado. Pallarés murió pocos días después de su liberación. En la Policía y en el Juzgado se dijeron palabras de ocasión: “Qué mala suerte este hombre. Ahora que se había probado que no tenía nada que ver con el crimen de su patrón se (nos) viene a morir”. No hubo investigación sobre las causas de su muerte ni mucho menos autopsia.
El caso de Alzaga Piñeyro ya tenía dos muertos inocentes, un señor de alcurnia, titulos y honores, y un pobre chofer. El juez Moreno permitió que ocurrieran estas brutalidades y se descuidara la tarea de obtener pistas o explorar otras hipótesis más sólidas pero no hizo más que cumplir con lo que en su época era normal, es decir dejar hacer a la Policía. ¿Y ahora por dónde había que ir? Ya había pasado un mes desde el asesinato y seguía habiendo una sola coincidencia: que quien lo había cometido tenía alguna relación con Don Antonio. Descartados los sirvientes, había que meterse con los Alzaga.
Don Alberto no tenía una relación pacífica con uno de sus sobrinos al que le había prestado dinero y éste no se lo había devuelto. Finalmente tuvieron algunas broncas por este motivo que, al final de cuentas, no quedó saldado pues el dinero jamás fue retornado. ¿Dónde estaba ese sobrino? No aparecía por ningún lado. Estaba cubierto por parte de la familia mientras otros parientes querían que dieran explicaciones para que el apellido no quedara manchado.
Otro sobrino de Don Alberto tenía interés en el testamento y en cómo se haría la partición de la herencia. Tal vez ese fuese el motivo por el cual Don Alberto casi no recibía parientes en su casa. De todos modos, el juez no quería meterse con los Alzaga y lo de la sucesión como causa del crimen fue perdiendo interés.
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La investigación de Moreno no iba para atrás ni para adelante. Entonces decidió ofrecer una recompensa de 20.000 pesos como retribución para la persona que descubriera al asesino de Don Alberto.
Los primeros días de setiembre la Policía tuvo un dato objetivo en todo este embrollo en que se había convertido la investigación. Pidieron informes a la empresa de empleos que proveía personal para trabajar en la casa. La agencia de colocaciones “La Vasca” suministró las direcciones de las personas que habían enviado últimamente a lo de Don Alberto. Entre ellos figuraba un tal Manuel Campos, un nombre más que había quedado entre los pocos datos que reunía el sumario.
Por otra parte, debido a que el homicida había robado joyas, se preguntó en algunas joyerías sobre las personas que se habían presentado en el último mes a vender alhajas. Los del Trust Joyero informaron que un muchacho se había presentado hacía unos 20 días buscando vender alhajas, entre ellas un reloj. Tenía un bigotito, la frente amplia, mentón hundido, vestía un traje marrón, una camisa a rayas horizontales. Aún el Trust tenía en su poder aquel reloj y cuando se lo mostraron al secretario Santiago González éste dijo que le parecía haberlo visto en la muñeca de su patrón. La misma persona, dada la descripción que se tenía, había realizado la misma operación en otra joyería de la avenida Rivadavia. Faltaba unir esas características físicas con un nombre.
La agencia de colocaciones dio algunos datos sobre los nombres que le había pasado a la Policía. Ese Manuel Campos, por ejemplo, era un muchacho de unos 20 años más o menos, tenía un bigotito, frente amplia y mentón hundido. El juez ordeno citarlo, no detenerlo. Y el joven se presentó nomás. En el Departamento de Policía el juez le tomó declaración. Campos tenía 23 años y era español.
A Campos lo hicieron esperar seis horas. Luego el juez entró en una oficina, donde estaban ya dos comisarios y un escribiente. Campos afirmó que habìa sido contratado como portero y que sólo estuvo en lo de Alzara unos 14 días.
-No me gustaba el lugar y me salió otro trabajo
-Pero “La Vasca” dice que después no lo pudo ubicar más.
-Porque me lo conseguí por mi cuenta.
-Dónde.
-En lo de unos españoles.
-¡No hay ningunos españoles! -le contestó el juez levantándose de golpe de su sillón. Se puso al lado de Campos y éste dio vuelta la cabeza para mirarlo.
-¡Usted le robó al señor Alzaga Piñeyro!
Frente a semejante acusación Campos no dijo nada y su rostro permanecía inexpresivo. Era la medianoche del 2 de setiembre.
-Me sorprendió en su escritorio -habló el acusado de golpe. -Me dijo qué hacía allí. Era un sábado a la tarde, me acuerdo. Yo no sabía qué decirle porque ese no era mi lugar de trabajo. Al viejo se le cambio la cara cuando vio que tenía mi puño cerrado. Enseguida adivinó que escondía algo. Me preguntó qué tenía en la mano y yo no sabía qué decirle. Me tomó del brazo y me hizo abrir la mano. Agarró el reloj de bolsillo y me hizo sentar en un sillón. El lo hizo en la escribanía y empezó a escribir en un papel. Estaba furioso. Había escrito que yo le había robado y quería que le firme el papel. Yo no quise y él me dijo que entonces le iba a dar aviso a la Policía. Yo … Me acerqué a la escribanía y firmé ese papel que me declaraba ladrón. Entonces me gritó que no me quería volver a ver nunca más.
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El juez sacó un papel del cajón del escritorio. Lo levantó y se lo mostró a Campos.
-¿Este es el documento el que usted firmó?
-Sí -dijo Campos mirándolo de lejos.
-Entonces volvió a la casa porque se quedó con la sangre en el ojo para robar joiyas y dinero…
– No. Yo quería llevarme ese papel que tiene usted. Por eso volví.
-Y por eso lo mató…
-Me volvió a sorprender. Él estaba durmiendo y yo… Fui cuidadoso pero a la final habré hecho ruido. No sé por qué se despertó.
-Usted lo odiaba… -el juez afirmaba, no preguntaba.
-Sí, lo odiaba, lo odiaba a ese carcamán porque me ignoraba.
-Vos no fuiste a recuperar ese documento. Vos fuiste a robar. ¿Qué hacías con el cuchillo en el bolsillo?
Campos bajó la cabeza. No tenía ya más palabras para enredar las cosas. Mantuvo la compostura. Levantó entonces la cabeza y miró al juez.
-Fui a sacarle plata porque para mí era una venganza por lo que me había hecho.
-Pero si te salvó de ir preso…
-Para mí fue una humillación. Me hizo sentir que él era más fuerte, que era un señor importante. Era el amo y el señor. Me podía mandar a la cárcel cuando quisiera.
-¿Te sorprendió?
-No lo esperaba. Habré hecho ruido. De golpe estaba ahì y lo maté. Quiso pelear el tipo y resulta que estos mandan solo con la voz. Yo estaba preparado para todo.
Era el viernes 1 de setiembre de 1933.
La muerte de Don Alberto a manos de Campos no sólo estaba probada por la confesión sino además porque en lo del acusado hallaron los objetos sustraídos de la casa de la calle Charcas. El destino de Campos estaba sellado.