La muy querible Elena Poniatowska ha desarrollado -en parte de su obra- personajes analfabetos y, a la vez, sabios. Recuerdo que en una entrevista ella mencionó estas dos palabras juntas: me sorprendí, las creía irreconciliables. Pero entendí que la actitud ante la vida, la posibilidad de dar afecto, de ser un hombre o una mujer de ley eran autónomos de sus saberes, más allá de que si hubieran podido leer y escribir, la vida les hubiera resultado más amigable y menos avasallante.
Existen diferentes tipos de analfabetismo. El clásico es la falta de conocimiento del lenguaje escrito. Pero hay otros: el moral, al que podríamos definir como la incapacidad o la falta de voluntad para diferenciar los actos nobles de los perversos, el afectivo, que sufren aquellos que no pueden reconocer el amor, la empatía o los sentimientos que se traducen en ternura. Y enfrentamos el analfabetismo técnico que incluye al de dispositivos electrónicos pero engloba un universo muy disímil como saber cultivar, ordeñar o andar a caballo. Por todas estas sumatorias, hay quienes no manejan la lectoescritura pero nos dan lecciones. Cuidado: esto no debe entenderse como una crítica liviana al analfabetismo. Es criminal que siga existiendo; se debe hacer lo imposible para cambiarlo.
Conozco también una ignorancia que mantiene montañas. La del disfrute. Gente con actitudes banales que generan tensión: son los que se quejan del calor en el verano y del frío en el invierno. ¿Acaso corresponde otra opción? Si lo pensamos desde la filosofía de vida, “nacieron para sufrir”. En criollo, nada les viene bien. Si sus hijos van a comer, protestan porque es trabajo cocinar. Si no van, porque los dejan solo.
A mí me tocó vivir otra ignorancia: cerca de mis treinta, tuve un período muy workaholic, llegué a tener cinco trabajos (algunos de jornada parcial, claro). No vivía aunque -creía- hacía carrera. Por suerte, a tiempo, sentí la asfixia y empecé a darme espacio para ser y no solo para hacer. Una pequeña diferencia que costó aprender.