Abdel Raouf hace la V con los dedos cuando muestra sus papeles, pero lo que enseña no es ningún visado, sino una solicitud que le ha sellado la Policía. Contento porque el suyo es un caso en trámite, baja ligero por el paseo de Colón de Ceuta, en chándal, con una sobada mascarilla como barbuquejo y su documentación metida en una carpetilla de plástico transparente.
Los folios en las manos suelen formar parte del atavío de los hombres que cada mañana hacen cola en la acera de la comisaría. Como la mayoría en la hilera, Abdel Raouf es uno de esos migrantes que en Ceuta llaman “nadadores”. Con 27 años, natural de la ciudad costera argelina de Jijel, lleva de trayecto hasta suelo español 1.500 kilómetros, pero el tramo clave de su viaje solo ha medido siete.
“Yo vine a España nadando”, dice con precario castellano, y continúa en árabe confirmando que pasó a Ceuta echándose al mar en una playa de la vecina ciudad marroquí de Castillejos, siete kilómetros al sur de la frontera del Tarajal.
Dice Abdel Raouf que emigró porque es muy pobre: “Lo intenté por Túnez, pero al final entré en Marruecos por Saidía…” relata.
Y ese fue su primer salto de mar, desde la playa argelina de Marsa Ben M’Hidi hasta la marroquí Corniche de Saidía, que en términos geográficos son un mismo arenal, pero en términos políticos son ambos lados de un espigón con alambrada fronteriza, banderas rojas y verdes en un costado, y blancas y verdes en el otro.
“Yo vine a España nadando”, repite Abdel Raouf, fontanero en su vida anterior en Argelia. Ya en Castillejos, “alquilé una casa con otros -cuenta-, y estuve dos días. Mis últimos 100 euros los gasté en un traje de neopreno, aletas y un neumático”.
Se tiró al agua la noche del 11 de septiembre. “Estuve cuatro horas en el mar. Estaba nublado. Me guiaba mirando las farolas de la playa”. La corriente le llevó hasta a kilómetro y medio del espigón del Tarajal. Lo vio la Guardia Civil saliendo del agua entre la niebla. “Avisaron a la Cruz Roja, me dieron ropa… Cuando llamé a mi madre casi no podía hablar; solo dije: ‘Hamdulillah’ (Alabado sea Dios)”.
Nadadores
La marea humana de la que forma parte Abdel Raouf ha crecido en Ceuta un 182,6% entre 2023 y 2024. En su Informe sobre Inmigración Irregular, Interior cuenta en lo que va de año 2.026 entradas de inmigrantes en la ciudad “por vía terrestre”. Esa vía incluye no solo a los que pasan la frontera burlando verjas -hoy muy pocos-, también los que llegan a nado; la “vía marítima” contabiliza solo el arribo de embarcaciones.
En Ceuta ya son 2.026 llegadas por vía terrestre, mientras en Melilla van solo 62 este año. Tanta diferencia no consiste en que los marroquís de la provincia de Tetuán tengan más ganas de emigrar que los de Nador, sino en que el espigón de Ceuta es más salvable y la distancia entre playas de salida y llegada es menor que en Melilla.
Por eso el fenómeno de los nadadores es sobre todo ceutí. Hasta ahora 2.026 contados, contra 717 que a estas alturas de año se contaban en 2023.
Tres amigos
De cinco migrantes nadadores que han aceptado dar testimonio a EL PERIÓDICO, los más lacónicos son Khadid, Zacharia y Monseef. Llevan prisa porque es la hora del menú caritativo en la mezquita de Sidi Mbarek. Por la carretera de Benítez, en un paseo marítimo, los tres caminan en un goteo de magrebís procedente del CETI, el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes, todos con el mismo comedor como destino.
Khalid, Zacharia y Monseef deambulan indiferentes al paso de unos soldados españoles que también están en el paseo. Tienen 32, 28 y 22 años y son los dos primeros de Tetuán, y el tercero de Casablanca. Se ríen, por ilógica, de la pregunta de por qué saltaron a Ceuta, en su caso en la oleada del 24 de agosto. Y los tres refieren una travesía más lenta que el argelino: cinco horas de trajín en el agua fría.
– ¿Pensásteis en que os ahogábais?
– Sí, desde que te metes hasta que sales lo piensas -contesta el mayor.
– Yo no llevaba aletas -tercia riendo el mediano.
Khalid, Zacharia y Monseef pertenecen a esa categoría de migrantes con techo en el CETI mientras se instruye el expediente de expulsión o alguna petición de asilo humanitario. Han trabado amistad en el centro. Los tres refieren una misma liturgia del nadador: vieron en Facebook el éxito de otros que les precedieron y se fotografían ya en Ceuta, triunfantes; rascaron 100 euros para pagarle a un vendedor el equipo, en el que rueda y neopreno son la clave; llegaron a Castillejos; evitaron dormir en la calle para que no los expulsara un gendarme; esperaron una noche de niebla, enviaron un mensaje de despedida a la familia y se lanzaron.
Khalid y Zacharia quieren trabajar en una obra en España. Monseef no: “Yo era peluquero en Casablanca”, relata. Los tres se tiraron al mar por separado aquella noche. Monseef, el peluquero, iba con su hermano de 16 años. Se metieron juntos en el agua, “y no nos separamos en seis horas”, cuenta. Ahora sí están separados, él en el CETI y el pequeño en un centro de menores.
Tras el hermano
Las historias familiares jalonan la inmigración como una de sus esencias. Y es una historia familiar la que protagoniza Soufiane Imran, joven llegado del pueblo costero de Kaa Asras, a 90 kilómetros al sur de Ceuta. No quiere fotos, pero enseña el móvil. En el altavoz suena la voz de un hombre que saluda sonriente en la pantalla con la misma cara que él. Se llama Karim Imran y es su hermano mayor.
La videoconferencia se sostiene junto a la playa del Tarajal. Anochece. El puesto fronterizo queda a 100 metros. Soufiane quiere la suerte del hermano. Karim nadó a Ceuta hace un año y hoy es cocinero en un restaurante de Peñíscola (Castellón).
Soufiane sigue sus pasos. Le quita importancia al peligroso salto que ha dado en el mar, sin traje de neopreno, solo con camiseta y pantalón de deporte, papeles y móvil al cuello y forrados con film de cocina. “El agua está fría, pero yo soy fuerte. Yo era socorrista. Los de Kaa Asras conocemos el mar”, sostiene.
Cuenta Soufianne algo en lengua dariya que su hermano mayor traduce en la pantalla: “Dice que saber nadar es importante, pero que para llegar vivo a Ceuta también hay que entender las mareas”.
“Yo soy fuerte; socorrista”, insiste Soufiane. Espera verse con su hermano un día, ganarse un dinero de pinche de cocina, «si Dios quiere», o sea: “Insha Allah”.