Una depresión que provino de las malandanzas de la economía que marcan el humor y la vida llevó a Concha Velasco al suicidio, al borde mismo de esa inmensa ciénaga que espera a aquellos que no ven sino en la muerte la sustitución de la tristeza.
En el cuarto de un hotel enorme, en el que sólo se sienten los sonidos de los ascensores, ingirió un veneno contemporáneo, se sirvió un vaso de whisky y se dispuso a contemplar, en la dejadez propia, las consecuencias de un programa de Andreu Buenafuente, por si caía pronto en el olvido y en la nada.
Como muchísima gente que encuentra en ese túnel de despedida un alivio final en la alegría que produce el humor ajeno, aquella actriz que ahora acaba de morir, a los 84 años, habiendo sido de las mujeres más alegres de la tierra, viendo en la creciente gracia de uno de los mejores caricatos de la historia, en la lista de Gila o de Eugenio o de Tip y de Coll, un momento que parecía de aire en un mundo de plomo.
Hasta que Buenafuente, desde la pantalla, acertó, para ella, con una medicina que no tiene parangón, la de la alegría de contar. Ella rompió en carcajadas, de tal suerte (valga la redundancia) que el vómito vino en auxilio de la vida y aquel fue el final de su desgracia, y el reinicio (el reseteado) de la vida.
Me lo contó en una entrevista que le hice en Barcelona, un tiempo después, en el hotel donde siempre se quedaba, en sus estrenos y en sus largas estancias catalanas. Era una mujer, entonces, alegre, asentada, habiendo vivido historias terribles (familiares o antifamiliares), pero, como un personaje que relata Alfredo Bryce Echenique en algún libro de los suyos, “conoció la angustia y el dolor pero no estuvo triste una mañana”.
Ahora que ha muerto Concha Velasco ha venido a mi cabeza aquel episodio, que surgió, contado, como una manera suya de revivir feliz lo que había sido la desembocadura de una vida que había nacido, desde su Valladolid natal, para el cine, para el teatro, para la pasión alegre. Se torció la historia, pero la salvó el humor, y además el humor que provenía de la televisión, otro de sus caballos de batalla, en los que se midió con grandes del escenario y con grandes de detrás del escenario, entre ellos José Luis Sáenz de Heredia, el director de tantas de sus películas, el hombre que la quiso, entre otros tantos, y que la acompañaba una vez que estrenaba en Tenerife, donde yo era un periodista juvenil que tuvo la suerte de entrevistarla y después de entrevistarla tantas veces.
Concha Velasco. Archivo
Esa vez que me contó su historia (ya de amor: iría a sus programas, se transformó en su fetiche, su gratitud por Buenafuente fue la de una hija y de una madre a la vez, lo quería tanto) también me habló de la era contemporánea, este tiempo en que vivimos. Era una mujer comprometida (con la política: era de izquierdas, del partido que ahora sigue en el poder), y era también un ser humano consciente de que desvivir, es decir, olvidar, no sirve para nada.
Se había convertido en una existencialista (persistiría en existir, ya no volvería jamás a las pastillas, vería la televisión, bebería whisky y se reiría de los aditamentos) enamorada del futuro. ¿Y la nostalgia, Concha? «Es un error, efectivamente… Demasiada gente mirando hacia atrás en España… Yo no quiero mirar atrás, pero tampoco quiero olvidar. El pasado es el pasado, rectificarlo es rectificar la vida…” Su hijo Manuel era su báculo, como Paco, que le había regalado un nieto cuando la entrevisté aquella vez que me contó su historia con el vómito y la alegría de revivir gracias a Buenafuente.
Rememoraba la soledad, que desde chica combatía rodeada del mundo entero, si pudiera, y de los actores, “cuando entramos en el camerino ya parece que son amigos de toda la vida… Y no, no es así, ay”.
Era un gran lectora de periódicos, «de todos los periódicos», no soportaba el sectarismo, y era un ser normal que hasta haciendo lo más grande parecía estar de regreso, con su madre quizá con sus nietos, de la compra o de un estreno… “Soy una diva, y quiero seguir siéndolo en el escenario…” Pero era también la mujer que se fijaba en lo que estaba sucediendo en un país irrespetuoso hasta con las altas autoridades del Estado, al contrario, decía, que en Estados Unidos, “donde el presidente es el presidente aunque cace moscas con la mano”.
Eso que decía era, otra vez, a propósito de Buenafuente, su ídolo de las noches y de las resurrecciones. “Es mi ídolo, el autor del humor que me gusta, el inteligente, el humor de Buenafuente no es el de otros que salen insultando por insultar”… Estaba entonces asombrada del malditismo que se había apropiado de los medios más directos, «¿No has visto?», me decía, «que cuando hacen entrevistas por la calle siempre sacan a gente fea, que no sabe hablar, chicos que tiran el petardo, malencarados, que sólo tienen como el vocabulario el joder y la hostia?».
Aquel tiempo en que se le echó encima la tristeza de la que finalmente la salvó su admirado Buenafuente “se me venía una deuda gordísima con Hacienda, perder mi casa…”, el desamor, la amargura… “Era el año 2000, cuando toqué fondo, lo perdí todo, sentí un inmenso dolor, y ya ves, salí adelante… Ya me voy recuperando… Mi vida es un continuo sobrevivir, un constante sacrificio. Hay que sobrevivir, y yo he sobrevivido, aunque me han hecho daño innecesariamente”…
Cuando estábamos terminando la conversación le pregunté si no tenía miedo al odio. Sí, me dijo. “Porque quiero dormir tranquila… Me horroriza perder la cabeza, que venga el alzheimer… Y me digo: chica, no te duermas en los laureles, que están ahí los malos”. ¿Qué es lo menos perdonas, Concha? “La falta de lealtad, no la infidelidad, porque infieles somos todos, desde niños. La deslealtad”.
Estuvo al borde la muerte, la salvó Andreu Buenafuente, desde la televisión, lo que son las cosas… Ayer el humorista que aquella noche estaba en la pantalla para adornar de carcajadas aquel momento tan afilado de la vida de la actriz dijo a este periodista cuando se supo que aquella mujer había muerto: “Concha Velasco fue y será la artista más moderna y luminosa de este país. Tuvimos el honor, en mi familia, de estar cerca de ella. Decía que mi humor le salvó la vida y eso es algo que me supera y me emociona. Y así será siempre porque siempre estará en nuestras vidas”.