Siglos atrás, en ese temprano manual de estrategia política que fue El Príncipe, Maquiavelo advertía que “no hay cosa más difícil de tratar, ni en la que el éxito sea más dudoso que convertirse en responsable de la introducción de un nuevo orden político”. Atendiendo a esa premisa, el pensador italiano aconsejaba: “Un príncipe sabio debe apoyarse en lo que es suyo y no en lo que es de otros; debe solamente ingeniárselas, como hemos dicho, para evitar el odio”.
Ni sabio ni príncipe, Javier Milei desoye a distancia esos consejos. Alentando el odio en su contra, ya anuncia su rechazo a medidas tan esenciales como la Ley de Emergencia en Discapacidad, el aumento del bono a jubilados y la necesaria restitución de la moratoria previsional. Votadas favorablemente en Diputados entre la noche de ayer y la madrugada de este jueves, condensan los reclamos de millones de personas a lo largo de todo el país. De muchas de las más postergadas y golpeadas por la crisis y el ajuste; de quienes no tienen “dólares en el colchón”; de quienes, más bien, libran una histórica batalla por llegar a fin de mes o, incluso, al día 15.
¿Asumirá Milei el costo político de vetar esas leyes si finalmente son aprobadas? ¿Encontrará el rastrero acompañamiento de radicales, macristas y peronistas con peluca?
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Ese fomento del odio social encuentra otros caminos; tan patéticos como violentos. Juliana Santillán, activa vocera del ajuste en curso, se enlodó al afirmar que una familia de cuatro personas podía vivir con $360.000 mensuales. Redes y medios la escracharon. La bronca se extendió a toda la sociedad, desbordando las estrechas fronteras del mundo hiperpolitizado. Gabriel Pyro, militante del PTS-Frente de Izquierda y docente en un colegio nocturno, graficó en X el alcance:
Escuché a esa que no sé quién es diciendo que se puede vivir con 380 mil pesos. Que viva ella con eso. Me dio una bronca”. Y empezaron a hablar todos.
— GP (@PyroGabi) June 5, 2025
Intentando sostenerse como minoría intensa, el oficialismo edifica un sistema basado en la infalibilidad: el líder y sus acólitos no erran. Santillán podría haber admitido su incomprensión de los datos del Indec. Pero la falla devino una nueva campaña de La Libertad Avanza, articulada nuevamente contra el periodismo.
La discursividad odiante se direcciona, en este caso, contra la importante lucha de las trabajadoras y los trabajadores del Hospital Garrahan. Este jueves, a pesar de las provocaciones y amenazas, vuelven a sostener un potente paro y marchan por las calles porteñas, inspirando a una resistencia que parece ampliarse.
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Recuerdos borrosos
Borges escribió -dijo y escribió- que solo podemos contar con la “pobre memoria” de nuestros sueños. Eco inasible, recuerdo fantasmal en la vigilia. A esa ausencia distante se parecen los relatos políticos anclados en la nostalgia. Confundiendo pasado y presente, transitan un tiempo de eterna repetición, impotentes para edificar futuro.
Atascado en el pantano infinito de su propia rosca, el peronismo habita la pobre memoria de su estatalismo. Obligada a refutarse a sí misma, Cristina Kirchner ofrece un “Estado eficiente” capaz de dejar atrás el gastado “Estado presente”. Asumiendo los tópicos discursivos de Milei, la exvicepresidenta de Alberto Fernández hace recaer esa crisis en el trabajador estatal que hace huelga o falta por enfermedad. La crítica es inclusiva: abarca a docentes, administrativos y personal de la salud pública.
Se ve que para Cristina Kirchner las y los docentes no son “ciudadanos”. Tampoco lo serían trabajadoras y trabajadores de la salud. El del “Estado eficiente” es un discurso que resulta funcional al salvaje ajuste mileísta que trajo miles de despidos en el Estado. pic.twitter.com/YjoanrKzUa
— eduardo castilla (@castillaeduardo) June 3, 2025
Si se deja de lado la discursividad electoral, la cuestión de la estatalidad remite a agudos problemas estructurales sobre los que se montó -y se sigue montando- el discurso privatista y “minarquizante” de La Libertad Avanza.
Pero -como ocurrió con el rechazo al ajuste en la universidad pública- las movilizaciones de este miércoles grafican los límites del oficialismo en su “batalla cultural”. Tras año y medio de gestión libertartariana, el “privatismo” está lejos de haber afincando entre los núcleos duros del sentido común de masas. Una fracción sustancial de la sociedad no exige “menos Estado”; reclama un sistema estatal que dé soluciones a sus demandas más agudas, al tiempo que delinee un horizonte de futuro.
En el discurso de Cristina Kirchner, tanto la “vieja” como la “nueva estatalidad” se asumen como gestión del Estado bajo su forma actual; la de herramienta de dominación y administración por parte de la élite de las clases propietarias. Estado formateado por décadas de neoliberalismo, tanto en su ascenso como en su declinación.
Forma estatal que, en el caso argentino, renunció a atributos esenciales de la soberanía, como el control de sectores estratégicos (producción de gas, petróleo o litio; control real del comercio exterior; distribución de la energía). O dio continuidad a la subordinación nacional a los dictados del capital financiero internacional, hoy corporizado en las directivas del FMI.
En la discursividad kirchnerista, sus gobiernos son presentados como periodo de soberanismo marcado. Los hechos (“factos”, dicen que se dice ahora) desmienten: YPF fue parcialmente renacionalizada en 2012, tras década y media de vaciamiento por parte del monopolio Repsol. Desafiando su propia retórica, las gestiones “nac&pop” abonaron casi U$D 200.000 millones a los especuladores internacionales, en concepto de deuda: en 2013, CFK se declaraba “orgullosa pagadora serial”.
Una nueva estatalidad, de otra clase
El carácter social (clasista) del Estado define su funcionalidad esencial. Bajo el capitalismo, dar continuidad político-jurídica al dominio de la reducida élite propietaria. Eso implica, entre otras cosas, distanciar a la voluntad popular de los resortes fundamentales de la administración de la sociedad (“el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”); correlato político de esa otra separación entre la clase productora (la inmensa mayoría social) y la propiedad de los medios de producción. Una “nueva estatalidad” genuina debería superar esos dos hiatos.
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Un Estado de nuevo tipo requeriría una nueva fisonomía de la sociedad, donde la rentabilidad capitalista deje de ser el mecanismo rector de las decisiones centrales. Esto supone liquidar la gran propiedad privada capitalista, convirtiendo en propiedad pública y colectiva (común) los resortes fundamentales de la actividad económica. Sobre ese andamiaje de nuevas relaciones sociales, podría edificarse un nuevo sistema institucional que, basado en distintas formas y mecanismos de democracia directa, otorgara la dirección de la sociedad a las mayorías trabajadoras y populares.
La construcción de ese nuevo estado de cosas requiere la movilización revolucionaria de las mayorías trabajadoras y populares. Exige, también, la conformación de una nueva voluntad colectiva que se plantee un horizonte de transformaciones anticapitalistas y socialistas, a escala local e internacional. Una fuerza social y política construida democráticamente desde abajo, en lugares de trabajo, facultades, escuelas, barrios y en cada proceso de lucha y organización.
La discursividad odiante del Gobierno halla sus razones más profundas en el reaccionario proyecto de “peruanizar Argentina”. Es decir, arrasar derechos y conquistas; liquidar sindicatos, comisiones internas y cuerpos de delegados; facilitar al infinito el despido; uberizar el territorio nacional. Una país al servicio de la élite económica más concentrada.
La intencionalidad oficial choca con la Argentina contenciosa. Con esa que este miércoles respondió masivamente frente a Congreso, uniendo jubilados y jubiladas; el movimiento de mujeres marchando por Ni Una Menos; el Garrahan; familias y trabajadores contra el ajuste en discapacidad; las y los residentes; científicos del Conicet; trabajadores en lucha contra los despidos. La lista puede ampliarse: escenifica el crecimiento de la oposición social al ajuste mileísta.
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El odio oficialista no puede ser vencido a base de discursos o llamados a la reflexión. No puede anularse con admoniciones o lamentos. La fuerza para derrotarlo anida en esa creciente oposición social; en el rechazo masivo a su misoginia y su homofobia; en el repudio extendido a la represión feroz y al ajuste; en el creciente malestar ante una situación económica que agrava las penurias cotidianas. Todo eso puede agigantarse en las calles, potenciando la resistencia hasta convertirla en ofensiva; construyendo las condiciones para una huelga general política capaz de derrotar del conjunto de la política oficial.