En el viaje de hace unos días al Uruguay, no casualmente me llevé dos novelas argentinas. El refugiado, de Gonzalo Garcés, que arranqué durante el barco de ida y terminé durante mis pocos días entre Colonia y Montevideo, y La cabalgata de las valquirias, de Pablo De Santis, que reservé para el buque de regreso, y concluí ese mismo fin de semana ya en Buenos Aires. Ambos libros me sugirieron opciones contrapuestas para un mismo tema: ¿cuál es la relación entre el comportamiento de un individuo y su hábitat social y geográfico? Creo que mis cavilaciones se terminarán de aclarar, aunque no de resolver, con los ejemplos.
Leí las dos novelas con singular rapidez, me atraparon desde el principio hasta el final.
Garcés apuesta por un recurso del que simpatizo en particular cuando ocurre en la Argentina: la distopía o ucronía, que por momentos pueden ser intercambiables. Una de las mejores novelas ucrónicas, Fatherland, de Robert Harris -si USA no hubiera entrado en la Segunda Guerra Mundial-, también es una distopía: cómo sería un mundo dominado por Hitler durante veinte años. (No tan lejos de lo que podemos imaginar si los millones de adeptos a Hamas y Hezbollah continúan incidiendo en el destino de Europa).
Garcés construye una Argentina paralela, vecina de la actual, a la que se puede arribar como los personajes de Bioy Casares huían al Uruguay, como yo mismo estaba viajando. En su trama, los argentinos del Estado Libre se portan, a grandes rasgos y mayoritariamente, como los ciudadanos de las democracias liberales prósperas. El mérito de una idea, en una novela, es no terminar en sí misma, y El refugiado despliega conflictos sentimentales e identitarios, hay vida en el escenario.
Pero la disyuntiva sobre la que permanecí meditando es hasta qué punto el conjunto determina la conducta de un individuo y viceversa. En ocasiones la acción de un líder ha determinado el destino de un pueblo; pero a la vez ese líder emerge de ese mismo pueblo. Roosevelt y el haber direccionado a los norteamericanos a salvar la libertad en el mundo durante la Segunda Guerra, ya que mencionamos Fatherland, es un buen ejemplo. Por el contrario, el comportamiento de un conjunto humano puede llegar a determinar que un individuo justifique su propio accionar contra lo que él mismo cree que está bien. La respuesta no es sencilla ni, mucho menos, taxativa.
En La cabalgata de las valquirias, De Santis combina dos formas del policial: la capacidad deductiva de un Poirot -el célebre investigador de Agatha Christie-, y la obsesión homicida de un asesino serial ambiguo, a la manera de Lecter (otro Harris, Thomas). La precisión porteña de De Santis para desplegar esta clase de criaturas en nuestro territorio me ha convertido a su vez en un lector serial de sus obras. En este caso, en un inventado y despoblado rincón turístico patagónico, bajo una abrumadora nube de ceniza, muy similar a la fantochada de las restricciones durante la pandemia del Covid.
En mi opinión, la nube no remite al virus en sí, sino a la idiotez que cometimos al quedarnos encerrados durante dos años. Y finalmente, el detective protagónico encarna la idea del individuo que transforma el hábitat configurado por el conjunto: repone el orden de la vida en una mayoría que, por motivos también ambiguos, no necesariamente malignos, ha optado por cierto orden de la muerte.
Como sea, las dos novelas permanecieron debatiendo en mi memoria hasta después de haberlas leído, y me permiten cotejar, desde estas perspectivas, mi modesta aventura en la banda oriental. Agrego que los dos libros proponen una asociación sentimental de vanguardia, a la que soy afecto como lector: un hombre y una mujer, heterosexuales, con hábitos respectivos determinados -masculino el hombre, femenina la mujer- (modalidades prácticamente desaparecidas en la literatura contemporánea). En ambas ficciones, sucede el amor conyugal, ahora propio de la ciencia ficción o literatura de retro anticipación. Reconozco que me hicieron sentir reconfortado.
Llegué para dar una conferencia, o charla, a un grupo de lectores, que me había contratado específicamente. La decana del grupo, una lectora octogenaria, se encargó de mi residencia. Me dejó la clave de la puerta de una cabaña perdida en el medio del campo, como dije, entre Colonia y Montevideo. El encuentro sucedió finalmente en una estancia más cercana a Colonia.
Uruguay es para muchos argentinos, en algunos aspectos, una Argentina que funciona mejor que la original.
Una combi me trasladó a la cabaña en la madrugada. La organizadora me había indicado muy encarecidamente que usara la cama matrimonial. Pero al ingresar, en medio de un frío atroz, el aire acondicionado, en modo calefacción, solo había climatizado el entrepiso, provisto de dos camas cucheta. El cuarto matrimonial permanecía en la era del hielo. La cama estaba apenas abierta, como en los hoteles -solo faltaba el pequeño chocolate de souvenir-, dispuesta a recibirme.
Por más que quise obedecer a mis anfitriones, el cuarto matrimonial me recordaba a los uruguayos sobrevivientes de los Andes: no podría dormir en el lecho antártico. Me pregunté si al usar una de las dos camas cucheta, no representaría al argentino que viene a interrumpir la armonía civil. Hice algo peor: retiré la ropa de cama de la matrimonial, la de la otra cama cucheta, y me refugié bajo todas las frazadas y sábanas, hasta que recuperé mi propio calor, en la cama cucheta de la derecha.
Equilibrados mis signos vitales, sin abandonar mi caverna textil, con el control remoto subí los grados del aire acondicionado. Pero algo debí haber tocado mal, porque cuando me desperté, a las cuatro y media de la mañana, el artefacto lanzaba un aire frío, similar al viento ominoso que rechiflaba por las ventanas, como en la película de terror argentina, Cuando acecha la maldad, de Demian Rugna. Decidí directamente apagarlo. Pero había perdido el control remoto. No logré encontrarlo nunca más. Volví a hibernar bajo mi tienda de superviviente.
Al día siguiente, en la estancia, al concluir mi disertación, me deshice en disculpas con la propietaria de la cabaña, mi anfitriona octogenaria. Aunque me perdonó de palabra, distinguí en su rostro una decepción exagerada. Después de todo, lo peor que podía pasar era que debieran rehacer el tendido de sábanas y frazadas. Encontrarían el control remoto tarde o temprano. Las cosas solo me eluden a mí.
Pero fue poco antes de embarcar de regreso que la señora, quien junto con otro de los organizadores me dejó en el puerto, reveló la oculta verdad:
-Mi difunto marido, en nuestra noche de bodas, no llegó a ocupar la cama conyugal. Ha permanecido vacante desde entonces. Quedé maldita. Guardaba la esperanza de que alguna vez un hombre la durmiera, y de ese modo quedar libre del conjuro. Será el próximo invitado.
Alcancé a responderle que seguramente el futuro huésped fuera más indicado. (Pensé que quizás el occiso, menos preparado evolutivamente, la hubiera palmado por el frío, como casi le ocurría a un servidor). No obstante, cuando creí que el diálogo había terminado, ya marchándome hacia el mostrador de migraciones, agregó en un suspiro:
-Es que era idéntico, idéntico, a usted.
POS