Desde que inició el año, exceptuando febrero y marzo, el Índice de Precios al Consumidor (IPC), viene bajando contundentemente. De acuerdo al INDEC, en enero marcó un 2,2%; en febrero subió a 2,4%; en marzo se disparó a 3,7%; en abril retomó la baja yendo al 2,8%; y, finalmente, en mayo marcó un 1,5%, la inflación mensual más baja en los últimos 5 años.
Así, una de las mayores preocupaciones de los argentinos comenzó a ceder, y esos “demonios de la inflación”, tal como los calificó el expresidente Alberto Fernández, pareciera estar dando señales de agotamiento. Pero, lejos de celebrar, el gobierno de Javier Milei empezó a mirar con cautela un escenario que, aunque aún parece impensado para el país, podría volverse una complicación: la deflación. La caída sostenida de los precios, que en mayo ya se vio en los mayoristas con un -0,3%, está generando debates en la Casa Rosada. ¿Por qué algo que suena como un alivio para el bolsillo puede ser un problema?
Por qué una posible deflación puede suponer un problema para la economía argentina
Primero, no hay que reducir las consecuencias de la deflación a, únicamente, una inflación inexistente, sino también a una posible caída del consumo, endeudamiento y otras dificultades económicas muy perjudiciales para el país. Una de las calamidades podría desatarse si la deflación se vuelve una constante, donde los consumidores no se verán incentivados a adquirir más que lo indispensable, no comprarán casas, autos o artefactos costosos porque considerarán que continuará bajando. En consecuencia, esta actitud podría desencadenar infortunios tales como la caída del consumo, sobreabastecimiento, cierre de fábricas, y despidos masivos, entre otros.
Otro problema es el peso de las deudas. Con deflación, el valor real de lo que se debe crece, porque los ingresos de empresas y familias caen en términos nominales, pero las cuotas no. Se cancelarían paritarias y aumentos, y se comenzaría a cuidar más el salario, lo que podría complicar a un sector privado que ya está ajustado y a un gobierno que busca mantener el equilibrio fiscal.
Tal es así que, el propio Milei dejó entrever esta preocupación en mayo del año pasado donde dijo que “ya hubo semanas de deflación en alimentos” y que “los salarios vienen creciendo más que la inflación”, pero en febrero de 2025, en una entrevista televisiva, soltó que “el país está en deflación hace meses” y que “la inflación tiene fecha de defunción a mitad del año que viene”. Estos comentarios, aunque destacan el control de los precios, reflejan también una cautela: la deflación debe ser manejada con precisión para no descarrilar la economía.
Por su parte, el ministro de Economía, Luis Caputo, ponderó en diciembre de 2024 que la inflación del 2,4% era la más baja en cuatro años y que el objetivo es bajar el crawling peg del 2% al 1% para sostener la estabilidad cambiaria. Sin nombrar directamente la deflación como un riesgo, “Toto” dejó claro que se está estudiando cómo evitar que la baja de precios se salga de control, se convierta en un problema y frene la recuperación económica, que, según él, crece al 6% anual.
Pero, ¿realmente es posible que el país caiga en una deflación generalizada? Los datos del INDEC muestran que la deflación se limita a sectores como los mayoristas, pero el IPC general, aunque mayormente a la baja, sigue en terreno positivo. Aunque, si la tendencia continúa, podría verse una caída del consumo, menos inversión empresarial y un freno en el crecimiento, justo en el año donde la administración libertaria más se jacta de sus triunfos. En otras palabras, el gobierno analiza minuciosamente que la inflación permanezca a la baja, resguardando el poder adquisitivo y el valor de la moneda, pero no pareciera querer arriesgarse ante los contras que podría generar una deflación en el IPC.
Un ejemplo histórico
En 1990 y a principios de la década de los 2000, Japón experimentó fuertes problemáticas económicas en un período conocido como “década pérdida”, aunque en realidad se extendió por más de una década. Puntualmente, por el final de los ’80 este país vivió una burbuja económica impulsada por un auge en los mercados inmobiliarios y bursátil. Pero, cuando esta burbuja estalló a principio de la otra década, la situación económica entró en una fase de estancamiento, marcado por una deflación persistente.
Allí, el Índice de Precios al Consumidor comenzó a registrar caídas sostenidas a partir de 1998, con tasas de deflación que oscilaron entre -0,5% y -2% anual en varios años. Lo que inició como una caída positiva y que favorecía a los consumidores, se volvió en una caída de los precios de las acciones y propiedades, generando que muchas empresas y bancos tomaran deudas o se dieran a la quiebra.
Mientras esto ocurría, el Banco de Japón no reaccionaba acorde a esta nueva realidad y mantuvo tasas de interés relativamente altas, lo que agravó la contracción del crédito. Incluso, con tasas cercanas a cero. Además de esto, los consumidores japoneses se amoldaron a que los precios continuarían bajando, lo que desincentivó brutalmente el consumo y la toma de créditos. Porque, ¿por qué adquirir un producto hoy que mañana podría estar más accesible?
Con ese espíritu, las compras de electrodomésticos, automóviles o viviendas quedaron relegadas, lo cual generó que el consumo privado creciera apenas un 0,7% anual, entre 1992 y 2002, según el Banco Mundial. En una línea similar, el PBI de Japón también se vio afectado, logrando crecer a una tasa promedio de menos del 1% anual; durante la década de 1990, contrastando negativamente con el 4-5% anual de los decenios previos.
Empeorando la situación, la deflación también incrementó el valor de las deudas reales, ya que los ingresos nominales de las empresas y los trabajadores disminuían, pero las obligaciones financieras seguían constantes o aumentaban en términos reales. Afectando así a las empresas que ya estaban endeudadas con grandes sumas, como el sector bancario, y presionándolos a enfrentarse a una toma de préstamos que serían incobrables, acto que se denominaría “préstamos zombies”.
En conjunto y a largo plazo, la deflación no solo afectó la década de los ’90, sino que tuvo efectos adversos prolongados durante los siguientes años que las administraciones de turno, tal como ocurrió en 2010, debieron tratar aplicando medidas como “Abenomics” que consistía en: inyectar grandes sumas de dinero en la economía para combatir la deflación y estimular el crecimiento; y aumentar los gastos gubernamentales, como programas sociales y asistencia.
Con estos antecedentes es evidente porqué al gobierno de Milei le preocupa que el país pueda llegar a experimentar la deflación, sobre todo si no está gestionada cuidadosamente y en contextos de fragilidad financiera.