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Resistencia
28 noviembre, 2024

¡Atención, Milei!: llevamos doce años de estancamiento económico y retroceso

Final cantado: el kirchnerismo cierra 2023 con una nueva caída de la actividad económica, la segunda del ciclo que arrancó en 2020. Junto a una inflación anual que anda cómodamente en los alrededores del 200%, a un salario real que sigue hundiéndose sin freno y una pobreza que va camino del 50%, Alberto Fernández, Cristina Kirchner y Sergio Massa acaban de dejar el gobierno con una contribución muy grande a la cada vez más notoria y expandida decadencia argentina.

En un punto, la performance del trio recrea un par de definiciones remachadas sobre la evolución de la economía argentina. “No crece desde 2011”, dice una de ellas y la otra, “Está estancada hace diez años”.

Pero la cuestión no es rigurosamente que no se crece desde 2011, sino que desde 2011 se ingresó en una zona de alzas y bajas, con más bajas que alzas, que ha continuado en 2023 y cuyo saldo canta, a precios constantes de 2004, que el PBI de hoy apenas supera en 1,5% al de hace doce años. Ya no hablamos de una década de atraso sino de una década y pico. Y vamos por más.

La alternativa de medir el fenómeno según el PBI por habitante, si se quiere un indicador más representativo del estado en que nos encontramos, dice caída y caída del 10%. O sea, así estamos peor.

La economía de Cristina

Está claro que en el medio hubo un gobierno de Mauricio Macri que no fue precisamente encomiable, pero el eje de este proceso pasa por la gestión de Cristina K: presidenta de 2007 a 2015 y vicepresidenta de 2019 a 2023. Esto es, nueve años en la Casa Rosada de los doce que arrancaron en 2011 y cuatro de ellos con el PBI bajo cero.

Obviamente, una economía que no crece tampoco crea empleo o, como ocurre en el caso de la Argentina, mucho del que crea es de baja calidad, precario y al fin barato.

Datos del Ministerio de Trabajo cuentan que en el primer trimestre de 2023 los asalariados sin descuentos jubilatorios sumaban 3,6 millones y los no asalariados, 3,4 millones. Esto es, 7 millones de personas que entran en la categoría del empleo en negro o en alguna de un color parecido y que representan casi el 54% de los ocupados.

Los asalariados con descuentos jubilatorios, en regla y protegidos por normas laborales y sociales básicas, alcanzan a 6,2 millones o al 46% restante según la estadística oficial.

Casi ni hace falta decirlo: el trabajo que crece es el que está en las fronteras del sistema, imperioso, mal pago y sin coberturas del Estado. Se vio claramente en el hecho de que, a la salida de la pandemia y de una fuerte destrucción de empleos, sólo se recuperó de verdad la ocupación no registrada.

Viene a cuento de este boletín el caso de la industria, una actividad que genera trabajo del mejor, seguro y normalmente bien pago. Entre octubre de 2013 y abril de 2023 en ese sector se perdieron nada menos que 81.000 puestos laborales, un número sin precedentes. Y la explicación estaba ahí nomás: en picada, la industria se había desplomado 30% desde el 2013 al 2023.

Nada de novedoso hay, tampoco, en decir que la inversión privada es una pieza clave dentro de los procesos productivos y en agregar, de seguido, que aquí ha sido y es un factor escaso si no directamente ausente durante los doce años de estancamiento y de atraso.

Tenemos así que, desde 2011, esa apuesta al crecimiento y a la modernización del país nunca superó la barrera del 20% del PBI. Ni siquiera la arañó: frecuentó, más bien, el modesto territorio del 17%.

Sólo para poner estas cifras en un cuadro más amplio, sirve añadir que la inversión digamos privada promedia el 20% en América Latina y que avanza hacia alrededor del 23% en actividades de altos ingresos de la región. Entre las naciones emergentes y más que emergentes de Asia el número salta al 40% del PBI; es decir, en China, India, Indonesia y Filipinas, entre otras.

La explicación de nuestros números es pariente directa de nuestra decadencia económica y social. También, de la inestabilidad permanente, de reglas que cambian todo el tiempo, de una inflación sin freno y de todo lo que conocemos de sobra. No es un panorama que aliente decisiones de poner plata a largo plazo, sino otro que si no da para salir corriendo exige negocios seguros, muy rentables y si es posible, como es posible, subsidiados por el Estado.

Hay algo de una especie semejante que falta o falta en las condiciones y la magnitud en que son necesarias. Se llama infraestructura, esto es, puertos, comunicaciones, energía eléctrica, rutas, caminos y un paquete de obras que se traduce, al fin, en costos más bajos y competitividad.

En los términos en que aquí se conoce significa inversión pública y también inversión social. Ahí estamos nuevamente atrasados. Según cifras del INDEC, desde 2004 el gasto en infraestructura nunca pasó el 3% del PBI: en tiempos cercanos, del kirchnerismo que se autoproclamaba campeón del Estado presente, hubo 1,6% en 2020; 2,1% en 2021 y 2,4%.

Acá cerca, en el vecindario, tenemos 9% en Chile; 7% en Perú y alrededor del 8% en Brasil. Estamos hablando, por si hace falta decirlo, de porcentajes hasta cuatro veces mayores a los que anota la Argentina. Y estamos hablando, también, de un gasto que aunque siempre imprescindible suele ser uno de los primeros en ser recortados cuando mandan las políticas de ajuste fiscal.

El propio Javier Milei anunció, apenas asumido, que la inversión pública financiada por el Estado dejaría de existir. Trascartón, un comunicado oficial anunció “la eliminación total de la obra pública estatal”.

Se supone que más pronto que tarde el ministro de Infraestructura, Guillermo Ferro, saldrá a explicar cómo sigue esta película porque se sobreentiende que, se llame como se llame, la obra pública no desaparecerá.

Nada grave, pero obligaciones son obligaciones, a Ferro lo espera una deuda flotante de 20.000 millones de pesos que dejó su antecesor, Gabriel Katopodis. Y un trabajito que le costará nada ejecutar: dejar de privilegiar a Axel Kicillof en el reparto de los fondos que maneja su ministerio.

Pero hay cosas en la gestión de Milei que aconsejan algo más que ajuste. Claramente, el caso de la situación social o, si se prefiere, el de una inflación que rondará el 50% en el bienio diciembre-enero, como mucho de alimentos por las nubes, más una economía que en 2014 va para otra caída y un salario real que sigue perdiendo por goleada.

Convertido en asesor estrella del Presidente, Federico Sturzenegger, jefe del Banco Central en tiempos de Macri, explica el shock fiscal como “una señal de cambio fuerte que se le quiso dar al mercado”. ¿Y los actores de la economía real para cuándo?

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