- 10 minutos de lectura‘
“Tenés que estudiar y ser independiente”. Esas eran las palabras que mi abuela Helena –o Baba, como yo la llamaba–, me repetía todo el tiempo. “¿Qué estaba diciendo?”, pensaba yo, si en la chacra ser una mujer independiente era algo prácticamente imposible. Ella misma no había podido cumplir su sueño de ser maestra.
–No importa, vos tenés que estudiar y ser independiente– me repetía.
Aunque al principio no las entendía, sus palabras me marcaron. Y me atrevo a decir que recién hoy, con 26 años y después de haber logrado ser la primera persona en mi familia en terminar el secundario, de haberme recibido de bioquímica con el mejor promedio y de haberme mudado a Mendoza para hacer un doctorado en el CONICET, puedo afirmar que terminé de comprender lo que mi abuela Baba quería decirme.
Pero claro, cuando era una niña, en la chacra, mi vida era muy diferente. Era difícil creer que podría lograrlo. Crecí en el paraje Doradito, donde viven poco menos de 100 personas. Pertenece a Colonia Aurora, un municipio también muy pequeño en la provincia de Misiones, cerca de la frontera con Brasil. Éramos ocho hermanos, dos varones y seis mujeres, y solo una era menor que yo. Pero casi no llegamos a convivir todos, porque mi familia es muy tradicional: a medida que iban cumpliendo la mayoría de edad, mis hermanas mayores se casaban, tenían hijos y se mudaban con sus maridos.
En casa, la plata siempre alcanzó muy justa, había mejores y peores meses, pero mi papá nunca dejó que nos faltara comida. Y nosotros siempre fuimos su mano derecha, desde chiquitos. Nuestros días arrancaban a las seis de la mañana. Desayunábamos todos juntos y después empezábamos a trabajar. Ordeñábamos vacas, llevábamos a los terneros al potrero y, dependiendo de la época del año, ayudábamos en los cultivos de maíz y tabaco.
A eso de las 11 nos bañábamos y almorzábamos, porque el viaje hasta la escuela, que estaba en el paraje Siete Vueltas, nos tomaba una hora y media. Eran seis kilómetros e íbamos caminando. La primera parte era un poco complicada porque teníamos que pasar un arroyo y lo hacíamos como podíamos. Todos sufrimos caídas o picaduras alguna vez, y varias veces al mes nos teníamos que volver porque el arroyo estaba crecido o el clima no nos permitía llegar.
La escuela era chiquita, plurigrado. Un solo maestro nos daba clase a los 13 alumnos, según el grado en el que estuviéramos. Se llama Walter y todavía lo voy a visitar cada vez que viajo a Misiones. Fue él quien me entusiasmó a que siguiera estudiando y reforzó la confianza en las palabras de mi abuela. No tardó en darse cuenta de que me encantaba ir a la escuela. Me sentaba adelante de todo y siempre pedía pasar al pizarrón. Entonces, Walter empezó a prestarme libros que yo leía cada noche antes de irme a dormir. Los que más me gustaban eran los de química y biología.
Estaba entusiasmada. Pero el año se estaba terminando y si quería seguir estudiando iba a tener que convencer a mis papás de que me dejaran ir al secundario, que quedaba en otra ciudad. Pero no querían, me decían que tenía que trabajar y después casarme, como mis hermanos.
Quizás a ellos sí les gusta esa vida, pero a mí no. La chacra era levantarse, trabajar, comer y ya, ni siquiera mirábamos la tele. No sentía que fuera para mí. Yo soñaba con otra vida, pero a ellos les costó entenderlo. Mi papá apenas sabe escribir su nombre, no tiene ni teléfono, no sentía que hubiera una vida más allá de la que llevaba él. Y mi mamá fue mamá muy joven, y tampoco estaba de acuerdo, aunque hace poco me enteré de que a ella su abuela tampoco la había dejado estudiar cuando le pidió. Estoy feliz de haber insistido lo suficiente.
Mi gran aliada para convencerlos fue mi abuela Baba. Éramos muy unidas, pasaba todo el fin de semana en su casa, adonde llegaba en canoa. La ayudaba a limpiar, le hacía compañía y ella me cocinaba pollo con papas y pan dulce. Aunque falleció mientras todavía cursaba el primer año del secundario, me acompaña hasta el día de hoy. No solo en mi corazón, sino también un cuadro rosa que tengo sobre mi escritorio, que sostiene una foto en la que ella me abraza en medio de un campo de rosas. Lo miro cada vez que necesito fuerzas para seguir.
El día que me dijeron que me dejarían seguir estudiando sentí algo muy parecido al día que me recibí de bioquímica: que lo había logrado. Me gusta pensar que soy una chica de suerte, porque justo ese año abrió una nueva escuela técnica, el Instituto de enseñanza agropecuaria N°9, en el paraje El Progreso, en la que terminé el secundario.
El Municipio puso a disposición una combi para los chicos que, como yo, vivíamos a varios kilómetros. Por suerte, el colegio creció tanto que solicitaron la ayuda de los padres para construir nuevas aulas y mi papá fue cada sábado que pudo. Con ese gesto, entendí que, aunque en casa discutiéramos porque no tenía tanto tiempo para trabajar en la chacra como antes, finalmente apoyaba mi decisión.
En la secundaria también llegó la ayuda de Asociación Conciencia, que, como lo hizo conmigo, otorga becas y tutorías a chicos vulnerables para que puedan empezar –y terminar– sus estudios medios y universitarios. Y también los ayudan a construir proyectos de vida y potenciar la inclusión laboral. Como yo, otros 10 mil chicos en toda la Argentina pudieron terminar el secundario o seguir también la universidad gracias a la fundación.
La ayuda económica que me daban la usaba para comprarme zapatillas, abrigo y productos de higiene. Y después de ahorrar unos cuantos meses, pude comprarme un celular para poder hacer la tarea.
Pero lo más importante que me dió Conciencia fue mi tutora, Marce, que era la esposa del rector y preceptora en mi colegio. Fue ella quien me ayudó a decidir qué estudiar y en dónde. Me ayudó a completar todos los papeles que necesitaba para anotarme, porque en mi familia nadie tenía idea. Incluso me llevaron hasta Posadas a presentar la documentación presencialmente.
La beca de Conciencia también fue clave para que pudiera mudarme a Posadas para estudiar bioquímica en la Universidad Nacional de Misiones, institución a la que le estoy profundamente agradecida. Con el monto que recibía cada mes podía pagar el alquiler de mi monoambiente y algunos viáticos.
Cuando ya estaba más avanzada en mi carrera entré a becas de investigación dentro de la facultad, que me pagaban un sueldito y, para sumar más ingresos, trabajaba en un laboratorio los fines de semana y en una panadería durante el verano.
A veces, me preguntaba por qué las posibilidades no podían ser iguales para todos, y ahí era cuando más valoraba la ayuda de la fundación.
En la universidad, el rol de mis tutoras —primero Stefi y después Kriss— fue fundamental. Ese mundo me era completamente ajeno: no tenía idea de lo que era un examen parcial, una materia correlativa, una promoción. Además de aclarar todas mis dudas, me acompañaban cada vez que estaba estresada por una evaluación o una entrega. También fueron ellas quienes me mostraron el camino de la investigación. Toda mi vida pensé que, una vez recibida, volvería a Colonia Aurora y trabajaría en el hospital, pero ahora no puedo imaginarme en otro lugar que no sea un laboratorio, investigando.
El verano previo a recibirme, gané una beca para hacer una pasantía en el Instituto Balseiro y, finalmente, mi mamá me felicitó y entendió que la decisión que había tomado era correcta.
En agosto de 2023, finalmente me licencié en bioquímica. El día que fui a defender mi tesis no podía parar de llorar, y mi mamá tampoco: después de tanto esfuerzo, lo había logrado. Obviamente, obtuve la medalla de honor por tener el mejor promedio. No podía ser de otra manera: en primario y secundario fui abanderada todos los años y llegué a tener el promedio más alto entre todos los alumnos de escuelas técnicas de mi provincia.
El año pasado me mudé a Mendoza porque gané una beca doctoral del CONICET para investigar enfermedades neurodegenerativas en el Instituto de Histología y Embriología. Mi sueño es hacer servicio, poder aportar a la sociedad todo lo que recibí de otras personas desde mi área, que es la bioquímica.
Cada día llego al laboratorio entusiasmada por ponerme mi bata blanca y mis guantes para empezar a trabajar en algo que me hace feliz. Y aunque mi sueldo de investigadora no es mucho, si no hubiese desafiado mi destino, probablemente estaría casada por obligación o viviendo en la chacra con mis papás, sin la posibilidad de generar ingresos e independizarme.
Ahora, sin embargo, pude pasar de vivir en un monoambiente a alquilar un departamento de dos ambientes con un balcón en el que tomo mates al sol cada mañana. Queda a 20 minutos en colectivo de mi trabajo. Gracias a mi sueldo, también pude irme de vacaciones por primera vez en mi vida, al Bolsón, y darme el gusto de ir a hacerme las uñas, que me hicieron sentir lindísima.
Además, me dan varios días de vacaciones e, importantísimo, una obra social. Finalmente pude retomar el tratamiento odontológico, que tuve que abandonar cuando cumplí la mayoría de edad y me sacaron de la obra social familiar.
Pero, sobre todo, este trabajo me da una sensación de paz, de liviandad. Ya no estoy pensando en que necesito hacer de todo para llegar a fin de mes y hacer malabares para poder también estudiar y aprobar todos mis exámenes. Al contrario: solo estoy feliz, increíblemente feliz de haber llegado al lugar por el que tanto luché.
Y es recién ahora que empiezo a entender mejor las palabras de mi abuela que tanto me marcaron. Primero, porque nunca insinuó que lo lograría sola. Además de ella, mi maestro de primario, Asociación Conciencia, mis tutoras, y cada persona a la que me crucé en las distintas instituciones en las que me formé me ayudaron de alguna manera a llegar a donde estoy ahora. Y segundo, porque finalmente confirmé algo que sospechaba: que la educación te abre puertas, te da herramientas para pensar. Aumenta tus oportunidades de tener una vida mejor o, al menos, de elegir una vida que te guste. De cambiar tu destino.
Más información
Conciencia es una ONG que busca formar ciudadanos comprometidos que puedan transformar la realidad que vivimos. Tiene programas que impulsan la terminalidad educativa y profesional, el emprendedurismo y la formación e inserción laboral de jóvenes vulnerables.
Este texto fue elaborado a partir de una serie de entrevistas que hizo la periodista Jazmín Lell.