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Resistencia
8 julio, 2025

Descalificaciones y retrocesos en la era de la vulgaridad

El 13 de agosto de 1975, en una carta que le envió a Juan José Sebreli, Victoria Ocampo estableció una posición política: “Siempre he pensado en la igualdad (la única que debe existir) como en la largada de los caballos en una carrera. Es decir, sin ventajas para ninguno. Las ventajas, las desigualdades las llevan dentro y no tiene compostura. Unos porque son más inteligentes para ciertas cosas (yo soy una bestia en materia de aritmética), otros porque nacen con belleza física, etcétera”.

Victoria Ocampo fue una de las mujeres más relevantes del mundo intelectual del siglo XX. La revista Sur fue el órgano emblemático de la cultura liberal argentina. Sur y Victoria Ocampo fueron para el peronismo lo que Sarmiento, Echeverría y Mármol fueron para el rosismo: las bestias negras. Victoria no era “kuka” ni “socialista empobrecedora” y la metáfora que acabo de transcribir representa cabalmente el pensamiento socialdemócrata: total libertad, sí, pero a partir de un piso de dignidad común. No debemos tener miedo al vocablo “socialdemócrata”, tan demonizado hoy en día por las nuevas derechas radicales, pues no es otra cosa que el liberalismo clásico matizado y enriquecido con lo rescatable y nutritivo del socialismo, no es otra cosa que lo que sacó a Europa del pozo en el que estaba sumida en 1945, no es otra cosa que las políticas aplicadas en los treinta gloriosos años que fueron de la posguerra a la crisis del petróleo de 1973, no es otra cosa que las políticas con las que Felipe González logró dejar atrás el franquismo.

Me dirán que los socialdemócratas suelen empezar con la educación y la salud públicas para luego expandir los subsidios a temas prescindibles. Es verdad que esto ha sucedido, pero son patologías que no invalidan la idea general, del mismo modo que la existencia de enfermedades no obliga a pensar que la vida en su totalidad es algo negativo.

Cuando Victoria Ocampo sostiene que en la largada no debe haber ventajas para ninguno alude a la exigencia de una educación pública tan sofisticada como la de los mejores colegios privados, de modo tal que el hijo de un obrero pueda recibir una educación paritaria a la del hijo de un gran empresario y, por ende, no estar condenado de antemano a una vida castrada. En el siglo XX, de Norberto Bobbio a Anthony Giddens y de John Rawls a Ronald Dworkin, los filósofos políticos han discutido interminablemente sobre los límites borrosos de estas políticas. En una simplificación extrema, podríamos decir que ese igualitarismo de la largada, eso que se ha dado en llamar igualdad de oportunidades, rige para los que están en una situación de desventaja por cuestiones de suerte, como haber nacido en una familia modesta, pero no para los que toman malas decisiones.

Los populismos redistribucionistas en general, y el kirchnerismo en particular, cometen el error de violentar estas fronteras y ofrecer subsidios a quienes toman malas decisiones, con lo cual suben los impuestos, se endeudan y emiten moneda sin respaldo. Aun dejando de lado toda la corrupción que ha rodeado a esos regímenes, desde lo teórico cometen un error imperdonable: al atender lo que Ernesto Laclau llama “demandas insatisfechas”, los populistas no hacen otra cosa que arruinar la economía. Cuando el kirchnerismo otorgó jubilaciones a quienes no tenían aportes, o puso a marginales a construir casas para repartir entre adláteres, se granjeaba la simpatía de los beneficiados, pero ponía los cimientos del desastre.

Pero lo contrario de un error, el exacto opuesto de un error, suele seguir siendo un error. Es lo que ocurre en la Argentina actual, en la que el Presidente construye su discurso no como algo positivo, sino simplemente como la destrucción simétrica de un enemigo imaginario. Me decís “gorila”, te digo “mandril”. Me criticás, te mando la brigada paraestatal de represores digitales: “domar al díscolo”. No soportás ese terrorismo simbólico, te etiqueto como “llorón”. Volvemos al Código de Hammurabi, retrocedemos treinta y siete siglos. Con estas técnicas, Milei busca la uniformidad, busca disipar toda disidencia. Más aún, para reforzar la disciplina, hace una apología de la crueldad. Pero esta ferocidad del Gobierno es infructuosa, no puede borrar la realidad, que tercamente se empeña en lanzar señales de alarma.

Que el kirchnerismo tuviera una política irresponsable con la inflación no significa automáticamente que bajar la inflación, de por sí, conduzca al progreso del país. Es una condición necesaria, pero no suficiente. No hay que ser economista para advertir que si ese control de la inflación se consigue a costa de la ostensible manipulación del tipo de cambio (con malabares en el dólar futuro y otros pases mágicos que desdibujan la idea de flotación) estamos jugando con fuego. No por nada los hinchas de River y Boca llenaron los estadios en Estados Unidos. No por nada cae el turismo receptivo. No por nada hace varios meses que viene cayendo el superávit de la balanza comercial. No por nada las petroleras más importantes del mundo abandonan sus inversiones en Vaca Muerta. No por nada la Argentina tiene cerrado el crédito privado y el riesgo país no logra perforar un piso altísimo. Exportamos muy poco en relación con países normales del mundo, nos faltan dólares genuinos, y el Gobierno, en lugar de alentar el comercio exterior, lo castiga con retenciones, un tipo de cambio desfavorable y condiciones logísticas deplorables.

Que el kirchnerismo adoptara políticas absurdas en materia de seguridad no significa que el derecho penal liberal no sea un avance de la humanidad. Resulta irritante escuchar a un dirigente oficialista repetir la frase “cárcel o bala” como si fuera un hallazgo de la criminología. Luego no podemos asombrarnos de que un policía dispare once veces por la espalda a quienes intentaron asaltarlo, mate a un delincuente, hiera a otros dos y termine con la vida de un niñito inocente de siete años que estaba con su padre esperando en una parada de colectivo. Este joven oficial razonó bajo el radio de esta idea bárbara de que los balazos de la policía son algo ontológicamente beneficioso para la sociedad y que los delincuentes no son seres humanos capaces de redimirse. Un absurdo. Por lo demás, si quisieran establecer la pena de muerte como castigo para el robo simple podrían presentar un proyecto, pero lo que es inadmisible es que se instaure de facto porque a algún libertario se le ocurre verbalizarlo.

Lo mismo puede decirse de la virtual reinstalación de una práctica que había sido desterrada: la detención por averiguación de antecedentes. Ahora cualquier ciudadano podrá ser detenido durante diez horas sin orden judicial y sin haber sido encontrado en flagrancia. Lo que Roberto Gargarella llama “populismo penal” es un retroceso espantoso. En 1989, cinco adolescentes negros fueron acusados y condenados por golpear y violar a una mujer en el Central Park de Nueva York. Montado en ese hecho que mezclaba punitivismo y racismo, un joven empresario, populista en formación, compró avisos a toda página en los diarios que decían: “Devuélvannos la pena de muerte. ¡Devuélvannos nuestra policía!”. Ese joven era Donald Trump, que en declaraciones de la época abundó: “Pedimos ley y orden… Tal vez odio sea lo que necesitamos si queremos que se haga algo”. ¿Les resultan familiares estas expresiones desmesuradas? Trece años después, en 2002, otro hombre confesó el crimen del caso del Central Park y los cinco chicos erróneamente condenados fueron exonerados. Salta a la vista la diferencia que media entre una millonaria refinada y un millonario en la era de la vulgaridad.ß

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