Hay una distopía recurrente: la soledad, la crisis económica y el vértigo cotidiano nos entrampan en un mundo oscuro del que cuesta desprenderse. Pegajoso, no logramos quitarlo de nuestra piel. Nos atraviesa cuando somos adultos que aún nos valemos por nosotros mismos pero más cuando pensamos que a futuro podemos caer en una debacle angustiante, entre varios temores.
Lo íntimo y lo macro; no siempre somos consciente de su relación. En las Argentinas surrealistas ese vínculo se potencia más a menudo de lo que nos gustaría e impregna toda la cultura de época. Nacen artificialidades para vestir la realidad: genera incomodidad, por ejemplo, esa idea de vivir a 50 kilómetros del trabajo pero habitar, en teoría, de la naturaleza. Viajar de embotellamiento en embotellamiento un día sí y otro también es ecológico? ¿Cuánto tiempo se aguanta sin estrés? Es que hay que dormir ocho horas, hacer ejercicio, mantener un rincón para las emociones y hasta para aburrirse un poco. ¿Cómo se hace? ¿Acaso todo esto se asocia a un abandono de los espacios afectivos?
Es extraño, pero a veces ante esta pregunta puede haber una sobreactuación. Voy a confesar algo que no es políticamente correcto. Sí real. Cuando mis hijos estaban en Jardín -estatal y muy bueno- había algo que me hacía ruido: para que los padres socializáramos con los chicos había un sinnúmero de actividades conjuntas. Un día íbamos a la juegoteca, otro armábamos un collage, el tercero, una caja sorpresa. El problema era que se partía de la base que en casa esto no se hacía y de que necesitábamos “ayuda externa”. Algo que curiosamente generaba sus inconvenientes. Digo, ¿cuántas veces uno puede pedir permiso en el trabajo para la juegoteca? ¿Estábamos exagerando porque la realidad afuera aparecía gris? Me queda la duda.
Quizás no sea más que la incertidumbre de un tiempo en que todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo dijeron Marx y Engels en el siglo XIX, pero mantiene vigencia.
