Piense el lector en una historia hipotética. El periodista más conocido del país enfrenta un problema de salud. Está casado con una abogada de renombre en la farándula. Las hijas del periodista creen que su madre lleva a cabo actos, tal vez delictivos, en contra de su padre. Deciden denunciarla ante la justicia y ante los medios.
La audiencia, ya sensibilizada por la salud del periodista, se interesa por el caso y comienza un debate importante que trasciende lo específico de esta situación, y da lugar a una discusión sobre cómo deberían abordarse los conflictos entre hijos y cónyuges de distintos matrimonios.
Un día después, el tema desaparece del debate público. A solicitud de la esposa del periodista, un juez decide que ya no se puede informar sobre el conflicto. La medida judicial tiene éxito: el público olvida el conflicto y en los medios se discute con énfasis sobre el arbitraje en el clásico de fútbol del domingo.
La historia es real; solo el final es hipotético. Tal como ocurrió hace treinta años con Tato Bores, el intento de censura judicial, lejos de mantener ocultos los hechos, intensificó el escrutinio público sobre ellos. No necesitaría mencionar a Lanata o a Marcovecchio para que el lector identificara a quién hago referencia. Al mismo tiempo, pocas resoluciones judiciales soy hoy más comentadas que aquella que impide publicar información sobre ellos.
Tanto la Constitución Nacional (art. 14) como la Convención Americana de Derechos Humanos (art. 13) prohíben con énfasis la censura previa, permitiéndola únicamente para proteger a la infancia. A través de esta garantía, se busca evitar que los funcionarios estatales decidan qué pueden ver los ciudadanos y qué no.
Esta solución no implica impunidad para quienes difunden información. La publicación que vulnere la intimidad o el honor de las personas dará lugar a responsabilidades posteriores, y quien afecte ilegítimamente los derechos de terceros deberá enfrentar las consecuencias.
Al prohibir la censura previa por parte de funcionarios estatales, se intenta evitar que las autoridades u otras personas con poder puedan utilizar diversos pretextos para impedir que un hecho particular llegue al conocimiento del público.
Dado que no se puede criticar aquello que no se conoce, la censura previa constituye un veneno mortal para el debate público y, en consecuencia, para el sistema democrático.
Por supuesto, la prohibición de censura no es gratuita. Muchas personas verán sus derechos afectados por publicaciones ilegítimas, y frente a esto existirán reparaciones posteriores, así como la crítica del público que se solidarice con aquellos cuya intimidad ha sido violada. Sin embargo, este daño es íínfimo en comparación con el riesgo de permitir que las autoridades determinen qué información puede entrar en el debate público.
A la hora de diseñar instituciones, las anécdotas o hechos puntuales sirven poco o nada. Siempre habrá ejemplos de casos cuya difusión parece carecer de sentido. Pero una vez que se otorga a una autoridad estatal —y eso es un juez— la facultad de decidir qué información puede llegar al público y cuál no, no habrá forma de evitar que el funcionario abuse de ese poder.
Por ello, en materia de diseño institucional, es fundamental insistir en la advertencia de Popper y denunciar la insensatez de organizar un sistema de gobierno con la esperanza de contar con buenos funcionarios. En su lugar, las reglas de convivencia estar diseñadas para evitar que una autoridad, que no siempre será buena, cause grandes daños.
Con esa perspectiva, la Constitución Nacional, al mismo tiempo que consagra derechos, establece ciertas reglas cuya aplicación no es opcional. Estas garantías no pueden ser dejadas sin efecto, sin importar cuán importantes o útiles podrían ser en un caso concreto.
No se puede torturar a los detenidos para averiguar dónde está Loan, tampoco se puede aceptar la censura previa para proteger la intimidad de alguien. Permitir esas excepciones sería retroceder a tiempos que jamás están demasiado lejos. Algunas puertas deben permanecer cerradas para siempre.
Carlos Laplacette, Doctor en Derecho UBA